viernes, 26 de junio de 2015

Una pelea cubana contra de la burocracia



Una pelea cubana contra de la burocracia
Ambrosio Fornet*

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Me complace observar que, pese a los años trascurridos desde su estreno, La muerte de un burócrata conserva intacta su frescura. Lamento decir que la burocracia también. Esa enconada persistencia trae a la  mente algunos símbolos prestigiosos – la Hidra de Cien Cabezas, El proceso, de Kafka…-y otros plebeyos con el que Mao Zedong, en una de sus famosas charlas de Yenán, tomó del inagotable refranero chino para ilustrar el rechazo unánime que producía en las masas populares el lenguaje de ciertos cuadros políticos, plagado de consignas vacías. El proverbio en cuestión recordaba que cuando una rata cruza la calle, todo le mundo grita: “Mátenla” No hay vacilaciones. La reacción es instantánea y unánime.  Sólo puede haber una razón para tan fastidiosa persistencia: la burocracia es necesaria. Más aún: es inseparable de todo sistema de organización social que desborde los estrechos marcos de la tribu. Max Weber asegura que es “el germen del Estado moderno” y aconseja que no nos llamemos al engaño: puesto que, fuera del hogar, toda nuestra vida se desarrolla en el marco de las instituciones públicas y privadas – ministerios, iglesias, partidos, empresas, sindicatos…-, y éstas no pueden funcionar sin burocracia, por exigua que sea, el problema estriba en saber si tratamos con profesionales o con diletantes. Lo que le otorga autoridad moral al funcionario es eficiencia, garantizada por su capacidad profesional. “La administración burocrática – dice Weber – significa dominio gracias al saber” ¿Qué sabe el funcionario? Sabe como funcionamos los mecanismos administrativos, cuáles son las vías de acceso a las instancias superiores, qué dicen esos manuales de instrucción burocrática que son los reglamentos. Es la posesión de esos saberes y la tendencia a monopolizarlos lo que hizo decir a Marx que la fuerza de la burocracia radica en el misterio. El burócrata sabe lo que nosotros ignoramos y sin embargo necesitaríamos conocer para poder orientarnos en los laberintos de las oficinas y otras encrucijadas de la vida moderna. Hay en los orígenes de la burocracia un propósito de organización y racionalidad que no daría motivos de queja si no fuera llevado tan a menudo a los extremos, como ocurre cuando se intenta comprimir la inapresable multiplicidad de la vida en una serie de códigos, reglas y normas inflexibles. Es entonces cuando la racionalidad se hace irracional y amenaza convertirnos, como decía Thoreau, en instrumentos de nuestro propio instrumento. Lo que me interesa subrayar es que no todo el que se trabaja ante un buró es un burócrata. Hace más de siglo y medio Francia legó la mundo esa palabra, que en principio designaba al simple empleado de oficina. No sé si los franceses establecen clara diferencia semántica entre burócrata y oficinista, pero en cualquier caso debe tenerse este en cuenta: lo que caracteriza al burócrata no es tanto su actividad – el lugar que ocupa en la cadena de producción y los servicios – como su mentalidad. Para ser un burócrata hay que tener una mentalidad burocrática. Obsérvese que el primer gran burócrata que aparece en La muerte de un burócrata no está en una oficina ni manipula documentos. Es el orador que, en el cementerio, despide el duelo del obrero ejemplar. Su panegírico es una verdadera joya del kitsch y el pensamiento burocrático.

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El joven Alea – Titón – descubrió su definitiva vocación de cineasta cuando, en 1950, se agenció una camarita de 8 mm y decidió filmar, con la ayuda de su compañero Néstor Almendros – recién llegado de España – y de varios profesionales, un corto de diez minutos basado en el cuento de Kafka “Una confusión cotidiana”. Es curioso: ambos evaluarán el texto años después con la óptica de sus respectivos intereses profesionales. Almendros dirá que era “una idea muy buena para aprender montaje, hecha de entradas y salidas constantes del cuadro, con acciones paralelas”.

Alea, por su parte, lo descubrirá como “una especie de comedia (…) en la que se jugaba con el absurdo cotidiano”. Uno se siente tentado a decir que se escogió ese texto como base del guión fue porque se percibía en él los ingredientes de esa estética orientada hacia el humor negro y la sátira. Lo cierto es que aquellos jóvenes jugaban a hacer cine porque el verdadero cine – el europeo, el norteamericano – estaba fuera de su alcance. Casi todas las ideas que se le ocurrían – recuerda Almendros – eran simples “delirios adolescentes de grandeza”.

como si quisiéramos hacer en 8 mm Gone with the Wind con vestuarios y decorados, pero sin presupuesto. (…) en lugar de contar cosas simples sobre lo que nos rodeaba, sobre la realidad cotidiana de una isla del trópico como Cuba, lo que nos interesaba era el lejano y pálido reflejo del mundo artístico europeo. Estábamos intelectualmente colonizados.

El antídoto vendría también de Europa, con le aura de un cine desafiante, capaz de contar “cosas simples sobre la realidad cotidiana” como había logrado hacerlo Vittorio de Sica, Zavattini y otros adelantados del neorrealismo italiano. A Titón y a Julio García Espinoza les bastó ver “Ladrón de bicicletas” para darse cuenta de que eso era exactamente lo que querían hacer: un cine descarnado, testimonial, barato, con actores profesionales. Fue una doble toma de conciencia, porque además, si alguna vez iban a hacer cine, ése era el único tipo de cine que parece viable. Convencieron a sus padres para que les pagara el viaje a roma e ingresaron en el Centro Sperimentale dí Cinematografia. Allí, como ganancia adicional, descubrieron el marxismo y a Bertold Bretch. Al regresar a La Habana en 1953 – recuerda García Espinosa -,

con la aureola que teníamos de grandes sabios por haber recién llegado a Europa, dábamos charlas, conferencias, mesas redondas; hacíamos debates, escribíamos artículos. Todo para divulgar las ideas del neorrealismo. Pero (…) al año de estar dando charlas, nos cansamos de tanta teoría. Así fue como empezó a surgir la idea de hacer una película.

Esa película fue el medio-metraje El Mégano, documental en 16 mm dirigido por García Espinosa con la ayuda de Alea y un equipo que incluía a Alfredo Guevara. Corría el año d1955. Filmado en una ciénaga situada al sur de La Habana, durante varios fines de semana sucesivos, con los carboneros de la zona como actores, dentro de la más estricta ortodoxia neorrealista, el documental apenas pudo exhibirse: fue secuestrado de inmediato por la policía del régimen del dictador Batista, que lo consideró subversivo. Tres años después en enero de 1959, con el triunfo de la Revolución, el mundo, que estaba al revés – como dice García Espinosa -, se puso al derecho: “¡Al fin íbamos a hacer cine!” Hacer cine de verdad, quiere decir, en el marco de una verdadera industria. Alfredo Guevara, él y Titón fundarían en marzo de 1959, con otros colegas y amigos, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, conocido por ICAIC. Durante los veintitrés años siguientes el ICAIC estaría presidido por Guevara.

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Creo que ese sucinto anecdotario contiene algunos de elementos que contribuían a formar la base ideológica, estética e incluso organizativa del nuevo cine cubano. Se trataba de asumir al mismo tiempo múltiples y muy disímiles tareas: crear una empresa industrial comprometida con la insólita misión de promover un movimiento artístico; contribuir al proceso recién iniciado de transformación social mediante la descolonización de las pantallas; aportar los elementos necesarios para la afirmación de la identidad nacional y cultural; establecer una comunicación eficaz y enriquecedora con el público. Después de expulsar del templo a los mercaderes, fundadores de “la escuela de la mediocridad y el melodrama ridículo” – como diría Guevara – había que combatir en la práctica el más arraigado de sus axiomas, según el cual el cine artístico no era rentable y por tanto el cine que quisiera ser rentable no debía aspirar a ser artístico”. Aludiendo al viejo cine cubano, sobre todo el de los años cincuenta, Alea se preguntaba irónicamente cómo era posible que películas hechas con estrictos criterios comerciales fueran también fracasos absolutos desde el punto de vista comercial. Para él, convencido de que el cine es ante todo espectáculo, pero espectáculo de calidad, el problema debía estar en otra parte, vinculado tal vez a la incultura y la falta de una sólida tradición cinematográfica. En el ICAIC esta carencia iba a ser subsanada buscando inspiración y modelos estéticos en las expresiones más logradas de la propia culturan nacional – la música, las artes plásticas – y en los clásicos del cine europeo y soviético, así como en el cine independiente norteamericano, en Kurosawa y en la Nueva Ola francesa, movimiento este último que resultaba atractivo por sus puntos de contacto con el neorrealismo (en cuanto a modos de producción) y por su actitud iconoclasta. El objetivo – tal como lo definió Guevara en 1960 – era hacer un cine artístico, nacional, de buena factura, inconformista, barato y rentable. Repárese en la enumeración. Se diría que describe de antemano el cine de Alea, punto por punto.

En ese mismo momento Alea comenzaba a elaborar la fundamentación de un compromiso social que, desde su condición de cineasta revolucionario, tomaba como objetivo su público inmediato, ahora redescubierto como “pueblo”. A su juicio, una de las mayores conquistas de la Revolución era el haber creado de inmediato un clima de confianza, de transparencia: “Por primera vez se habla claro al pueblo – observo – y por primera vez éste tiene todas las facilidades para llegar a comprender el fondo de sus problemas”. En este contexto, el cine podría ofrecer al espectador la posibilidad  de desarrollar más aún “su propia conciencia”. Lo que no parecía tan claro era de qué modo y por qué medios – descartada de antemano la propaganda – iba el cine a cumplir esa función. Uno de ellos  podía ser el rescate de la memoria histórica plasmado con los recursos de la épica. Fue, de hecho, el camino que Alea recorrió con su primer largometraje – Historias de la Revolución, de 1960 -, que un crítico como Michel Capdenac, Les Lettes Francaises, describió generosamente como una obra admirable cuyo mérito principal era su orientación dramática, el énfasis que ponía en el ser humano “en tanto que individuo con la colectividad, con la historia” alea estaba dispuesto a seguir incursionando en el pasado inmediato, ahora con la adaptación de una exitosa novela cuyo asunto era la lucha insurreccional contra Batista en la ciudad de Santiago de cuba. Pero sintió de pronto la necesidad de sumergirse en la más perentoria actualidad y pensó que para eso le vendría como anillo al dedo una novela satírica soviética que había leído años atrás: La aventura de las doce sillas, de Ilya Ilí y Evgueni Petrov, divertida historia que además de cumplir con todos los requisitos del género tenía: “una intención desmistificadora y crítica” no ajena a la realidad cubana del momento. El resultado de la adaptación – en la que participó el dramaturgo uruguayo Ugo Ulive – fue Las doce sillas, estrenada en 1962 con un éxito de crítica y de público que contribuyó a legitimar la comedia, como género, en el contexto del naciente cine cubano. El filme, visto retrospectivamente, queda como un jocoso ejercicio de fluidez narrativa con el que Alea parecía estar preparándose para empeños mayores, como el que sin duda representaría el proyecto de La muerte de un burócrata, cuatro años después.

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Más de una vez, los cineastas y los críticos han seleccionado La muerte de un burócrata (1966), como una de las películas más significativas del cine cubano. En las dos últimas encuestas sobre el tema, realizadas a una distancia de casi diez años entre ambas, el filme ocupó uno de los primeros lugares. El tercero en 1989 y el sexto en 1998. Basta volver a ver La muerte de un burócrata, ahora con la leve extrañeza que produce el blanco-y-negro, para entender las razones por las que se ha convertido en un clásico. Las más importantes, estrechamente vinculadas entre sí, son su vigencia temática, su despiadado sentido de humor y la solidez de su factura, tanto desde el punto de vista técnico como artístico.

Como intelectual y revolucionario alea sólo puede ser entendido dentro del espacio ideológico de la modernidad. Entiéndase de la modernidad periférica – es decir, la que corresponde a sociedades que han recibido el legado intelectual del Iluminismo y las herramientas discursivas y técnicas propias de la modernización, pero sólo hasta cierto punto y como injertos nunca bien asimilados por el organismo social. En esas circunstancias la modernidad se vive como suplicio de tántalo – una frustración permanente. Piénsese, por ejemplo - para situarnos en los dos extremos del esquema comunicacional clásico – en el emisor y el receptor de un posible mensaje fílmico: lo más probable es que el primero se vea impedido de formularlo, por falta de recursos y canales, o que el segundo no pueda acceder a él por razones culturales o económicas. Para Alea, aquella sociedad emergente en la que al fin podría hacer cine debía estar basada en la razón y en una ética de la solidaridad. ¿Cómo contribuir al logro de ese objetivo? El presente estaba inficionado de viejos males; los muertos, diría Marx, pesaba como un alosa sobre la conciencia de los vivos. Para el artista revolucionario, la única opción legítima era la crítica a esos “rezagos del pasado” que se consideraban puras excrecencias de la mentalidad pequeño burguesa. Esta última idea tenía una larga historia dentro de la tradición marxista: ya en los años treinta del pasado siglo Balázs había expresado la sospecha de que el cine comercial estaba dirigido básicamente al público pequeñoburgués, porque la pequeña burguesía, por carecer de conciencia de clase, por ser egoísta y apolítica, recibía gozosa y pasivamente el kitsch y otros productos de la cultura de masas. Además, era una clase sumamente maleable, con una asombrosa capacidad de simulación y adaptación. Fue lo que denunció Maiakovski en su famoso poema satírico “De la canalla”, cuyo escenario es la casa de un pequeño burgués en la flamante Unión Soviética. En la pared de la sala cuelga u retrato de Marx paseando la vista por la sala, inquieto, y de pronto, sin poder contenerse, grita: “¡Retuérzale el cuello al canario, para que no derrote al comunismo!” Las clases en el poder han cambiado, los principios rectores de la sociedad son distintos, el discurso público responde a otra retórica y otros intereses, la dinámica social ya no es la misma, pero el pequeño burgués no se da por aludido. El burócrata – quizás sean la misma persona -, tampoco.  Alea no tardó en dar se cuenta. Intentando resolver ciertos problemas domésticos, comenzó a chocar con la desidia burocrática, lo que le generaba estados de violencia que constantemente se veía obligado a reprimir. En el momento tenía dos proyectos entre manos: un filme policíaco y luego lo que sería Una pelea cubana contra los demonios. Pero de pronto, en el camino de Damasco que conducía a las oficinas, tuvo “una iluminación”: filmaría una sátira sobre la burocracia. La simple decisión produjo el efecto terapéutico de una catarsis. “Continuaba mis trámites domésticos, iba a determinada oficina, me enfrentaba a empleados burócratas y perdía mucho tiempo, pero de alguna manera me enriquecía: llevaba una libretita de apuntes donde anotaba situaciones, comportamientos, datos”.

Sería ocioso preguntarse, como ya lo hizo Weber en su momento, quien domina el aparato burocrático, a quién sirven los burócratas en definitiva. El gremio – puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en que opera – goza de un nivel tal de autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, quién domina el aparato burocrático, a quien sirven los burócratas en definitiva. El gremio – puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en que opera – gozar de un nivel tal de autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, entre los cuales está su propia capacidad de reproducción. Como depositario del Secreto y sus inalterables ritos, el burócrata sólo le  debe fidelidad al Reglamento y a sus superiores jerárquicos, igualmente celoso de su misión. Lo que no está reglamentado – es decir, el azar, la realidad nuestra de cada día – no le incumbe en absoluto. En La muerte de un burócrata, Juanchín, el Sobrino (Salvador Wood), colocado ante los sucesivos dilemas del carné laboral y la segunda inhumación del cadáver del Tío, puede mascullar tantas veces como quiera que debe haber una solución. La hay, en efecto, pero provisional: siempre remite a otro problema. De la mesa 12 a la 20 y de ahí a la 46 y vuelta a la 12. Es lo que se llama peloteo. En medio de ese forcejeo desigual entre el Reglamento y el sentido común, ante la desesperación impotente de sus víctimas, el burócrata como el demiurgo de Joyce – y disculpen el símil – se las arregla para permanecer impávido, distante, como si con él no fuera, “limpiándose las uñas”. De ahí que con tanta frecuencia – lo estamos viendo – haya sido blanco del único medio con que cuentan sus víctimas para vengarse: la burla. O dicho en cubano: el choteo.

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Tal como lo definió Mañach, en un famoso ensayo de 1928, el choteo es la tendencia de “no tomar nada en serio” y, en el fondo, un gesto de rechazo hacia toda manifestación de autoridad. Considerado durante mucho tiempo uno de los rasgos característicos de la idiosincrasia criolla, revela el sentido del ridículo que tienen el cubano respecto a todo lo que huele a solemnidad, rigidez o exhibición de falsas jerarquías sociales. Tal vez la risa no sea una actividad privativa del hombre, como suele creerse, pero la burla, en opinión de  Mañach, sí lo es. Y el choteo es justamente esa “superior perspicacia” que permite burlarse de las jerarquías, descubrir “lo cómico en lo autoritario”. En otras palabras, es la antípoda de lo burocrático, puesto que la burocracia supone una exacerbación del Orden – entendido como sacralización de la horma – mientras que el choteo implica todo lo contrario. Hay que tener en cuenta que es también un ingrediente del teatro vernáculo – heredero de la comedia de costumbres -, en el que la burla se reparte por todas las clases sociales y se recubre con fuertes brochazos de color local. Este lado pintoresco del asunto lo encarnan siempre figuras estereotipadas que en el caso de Cuba eran invariablemente el Gallego, el Negrito y la Mulata, encarnación alegórica del componente étnico y cultural de la nacionalidad. La vena humorística de Alea se insertó prácticamente cuando, a fines de los años cincuenta, empezó a trabajar en Cine-Revista, empresa mexicana establecida en Cuba bajo el patrocinio de una agencia publicitaria. Producía un corto semanal de diez minutos de duración que alternaba la publicidad con pequeños reportajes sketches humorísticos (breves coloquios cuyos orígenes se remontan a los pasos y entremeses del teatro clásico español. Cine-Revista fue una experiencia insustituible en la etapa de formación del cineasta a la otra corriente – la comedia satírica soviética -, Alea se acercó movido por la curiosidad y las afinidades ideológicas – recuérdese su temprana lectura de Ilf y Petrov – y luego por circunstancias, que lo llevaron a plantearse cuál podía ser el papel del humor en una sociedad distinta, empeñada en construir el socialismo.

Con la adopción del realismo socialista como estética oficial, el arte y la literatura soviéticos se habían acartonado, por decirlo así, bajo el peso de tres agobiantes teorías que le cayeron encima como otras tantas lápidas: la del héroe positivo, la del típico-promedio y la de la ausencia de conflicto. En Cuba ese fantasma se había exorcizado gracias al categórico rechazo de los escritores y artistas y a la contribución teórica del Che, que atribuyó su esquematismo a la incapacidad de los promotores de cultura para encarar el complejo problema de la función educativa del arte. “Se busca entonces la simplificación – señaló -, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios”. Alea, por su parte, consideraba que el realismo socialista era la quinta esencia del pensamiento burocrático levado al terreno de la estética, idea que se reitera en la película mediante la abrumadora referencia, tanto anecdótica como puramente iconográfica, a uno de los símbolos del arte proletario: el brazo musculoso con el puño en alto. Suprema ironía. En uno de los carteles propagandísticos dicho puño cae sobre la cabeza de un minúsculo oficinista aplastándolo como un insecto contra su propio escritorio, un modo de reforzar gráficamente la campaña que se lleva a cabo bajo la ilusoria consigna de MUERTE A LA BUROCRACIA. Dicha campaña, por cierto, incluye desfile de carrozas donde una modelo escultural, en paños menores, blandirá una mandarria con la que sin duda aplastará a los boquiabiertos espectadores, aunque se propósito, según explica el organizador, es “asestarle un golpe al cadáver burocrático cada vez que intente levantar la cabeza”. Es el choteo en estado puro, que suele denominarse relajo cuando tiende a abarcarlo todo o incluye referencias eróticas o procaces. En la misma dirección apunta el voyeurismo de los burócratas con respecto a sus distraídas y provocadoras empleadas. Hay en todo ello una crítica benévola, por decirlo así, que no llega nunca al sarcasmo y que tal vez explique por qué el humor de Alea ha sido calificado de “apolíneo” – en contraste, por ejemplo, con el de su maestro Buñuel – y por qué también los burócratas disfrutan la película, lo que la principio desconcertó e irritó a Alea. En el espacio cultural cubano son sin duda los elementos de choteo los que hacen fácilmente digerible la crítica, porque el choteo contiene – digámoslo así – sustancias corrosivas pero también antiácidas. Si sólo se toman en cuenta las primeras – y fuera de contexto, además – puede producirse situaciones tan absurdas como las que dieron origen a la película. Absurdas y riesgosas, ya que no eran sólo los canarios los que podían derrotar al comunismo sino también los halcones, aquellos celosos guardianes de la doctrina – coetáneos de Maiakovski, por cierto en medio del torbellino revolucionario se hacían esta pregunta crucial: “¿Puede un miembro de la Juventud Comunista usar corbata?” Al ser estrenada, con un éxito sin precedentes en nuestra filmografía, La muerte de un burócrata provocó alarma en el reducido, pero influyente gremio de los dogmáticos criollos, secretos defensores del realismo socialista, quienes vieron en ella un repunte del viejo choteo que, con el triunfo de la Revolución, parecía haberse erradicado de la psicología nacional. Lo que se criticaba era la doble falta de respeto: hacia la autoridad revolucionaria – representada por un vapuleado Policía en la riña tumultuaria – y hacia la memoria de José Martí, Apóstol de la independencia de Cuba. Pero bastaba observar la facha del susodicho Policía – con todas las trazas de ser un pobre diablo – para percatarse que su figura difícilmente podía tomarse como una alegoría de la Autoridad semejante a la de aquellos colosos de las comedias de Chaplin con sus siete pies de de estatura y sus impecables uniformes cuidadosamente abotonados. Aquí el policía solo logra imponer la autoridad cuando sopla enérgicamente su silbato y paraliza a la multitud – una breve pausa antes de que la trifulca se reanude. El pobre personaje no tiene suerte: tropieza con puertas de automóviles que se abren de pronto, recibe golpes producidos por todo tipo de artefactos volantes…; sólo le falta, en fin, el pastel de crema en la cara. Porque en efecto, como observa agudamente Chanan en The Cuban Image, el país donde ocurren los hechos es un espacio imaginario en el que se entrecruzan alegremente dos territorios la Cuba revolucionaria y el de la comedia jolivudense.* Los dogmas nada tienen que hacer ahí, salvo exponerse al cauterio de la sátira. Es lo que se ilustra de entrada con la despedida del duelo, donde nos enteramos de que el difunto Francisco J. Pérez (Paco) no era sólo Obrero Ejemplar, “un proletario en toda la extensión de la palabra”, sino también el inventor de un complejo artefacto capaz de satisfacer la creciente demanda de bustos de Martí destinado a los “rincones martinianos” (pequeños espacios en los que se le rinde homenaje al Héroe Nacional en escuelas, fábricas y lugares públicos). De hecho, Paco se proponía lograr la democratización del patriotismo: “Que cada familia cubana – como dice su panegirista tuviera un rincón patriótico en su casa”. A la acusación de burla y sacrilegio respondió un crítico cinematográfico – como ya lo había hecho el propio Alea – argumentando que la secuencia de la máquina productora de bustos no era sólo una regocijante parodia de Tiempos modernos, de Chaplin, sino además una valiente denuncia “… la máquina de hacer bustos martinianos es una sátira a los que, a fuerza de mecanismos, se alejan del pensamiento de los grandes hombres y los convierten en símbolos huecos. Lo martiano no es el busto repetido, sino rescatar al Apóstol de una mistificación absurda”.

De pronto caemos en la cuenta de que las buenas intenciones de Francisco J. Pérez, el Obrero Ejemplar, estaban permeadas por fuertes tendencias burocráticas – es decir, mecánicas – y fueron ellas, en realidad, las que pusieron en marcha un dispositivo del absurdo. Si lo que un personaje tiene de cómico, como dice Bergson, es todo aquello que lo lleva a repetirse de manera automática y que por tanto puede ser imitado y convertido en motivo de burla, entonces Paco era un tipo intrínsecamente risible. Pero al ser tomado en serio por su dedicación y su entusiasmo, generaba en torno de sí un clima altamente contaminado de kitch, lo que explica la conmovedora y desafortunada iniciativa de sus compañeros.

Tanto Alea como sus críticos han señalado el cúmulo de referencias temáticas y visuales que atraviesan el filme de un extremo al otro – lo que antes se llamaba influencias, pastiches, parodias, y ahora se denominan citas, homenajes, referencias intertextuales -, todo un arsenal de recursos expresivos codificado por Chaplin, Keaton, Lloyd, Laurel y Ardí, en suma, la comedia silvestre norteamericana que alea y sus pragmáticos guionistas (Alfredo de Cueto y Ramón F. Suárez) no tuvieron reparos en saquear. Pero creo que nadie ha señalado un rarísimo instante autoreflexivo en que el director parece citarse irónicamente a sí mismo en boca del protagonista (o más bien, del actor) como si de pronto éste hubiera tomado conciencia de las delirantes peripecias en las que se ha visto involucrado. En el comedor de la casa familiar, donde la Tía (Silvia Plana) acopia hielo para la conservación del cadáver, Juanchín – disfrutando por primera vez de un momento de calma, después de otra jornada de gestiones infructuosas – se sirve un vaso de ron, le echa un trocito de hielo – detalle que para la tía no pasa inadvertido – y, mientras espera que el trago se enfríe, sonríe divertido, como si recordara una travesura. “¿Quién sería el de la idea de enterrar el tío Paco con el carné laboral? – murmura -. ¿A quién se le ocurriría eso? Tengo la sospecha de que se trata de un guiño cómplice que Alea le hace al espectador, porque la curiosa pregunta pudiera traducirse por esta otra: “¿A quién se le habrá ocurrido la locura de hacer esta película?”.

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La muerte de un burócrata  está estructurada sobre un patrón muy simple, el de la comedia de enredos, donde un primer obstáculo parece hallar una solución que enseguida conduce a un segundo obstáculo, etc. de ahí que resulta fácil insertar las citas sin romper con la coherencia narrativa, porque, como observa el propio Alea, el estilo del filme radica en su diversidad. A esa dialéctica de la unidad en lo diverso parece responder la filosofía y la estética del filme; por una parte, los dos ejes temáticos anunciados en el título – la Muerte como trámite burocrático, el Burocratismo como expresión de un pensamiento momificado -, y por otra, los elementos de humor negro  y de ambientación representados, unos, por el cadáver del Tío, y los otros, por los acrónimos y las consignas. De hecho, la densidad semántica de la película se debe, en gran medida a la acumulación de detalles relacionados con esos elementos. Si no recuerdo mal, el único momento del filme donde el fallecimiento del Tío remite a una duda metafísica – a lo que pudiéramos llamar “el tema de la muerte” – se da cuando el Sobrino lleva por primera vez el cadáver a la casa y la Tía, sin saberlo, creyendo que todo ha terminado, da rienda suelta a su dolor: ¡Ay, Paco! – exclama -, ¿dónde estarás ahora? La respuesta llegad desde el jardín, donde los perros callejeros, hambrientos, ladran en torno a un ataúd. La mezcla de humor negro y choteo produce equívocos visuales como el del niño que, confundiendo las velas del féretro con velas de cumpleaños, rompe a cantar “Happy birthday to you”, y el del Sobrino que, al ver a la Tía alzar un hacha sobre su cabeza, cree que está a punto de descargarla sobre el cadáver, enloquecida, cuando lo que ella está haciendo es picar hielo para congelarlo. Las auras tiñosas sobrevuelan en círculo la casa

Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayazo, 1932) es autor de varios estudios monográficos (El libro en Cuba, 1994; Carpentier o la ética de la escritura, 2006); compilador y prologuista de Cine, literatura y sociedad, 1982; Alea: una retrospectiva crítica, 1987); y guionista de filmes como Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). En el año 2000 recibió el Premio Nacional de Edición. Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua.

LAS TRAMPAS DEL OFICIO
Apuntes sobre cine y sociedad
Ambrosio Fornet, 2007

Instituto Cubano del arte y la industria cinematográfica (ICAIC)
Instituto Cubano del libro
Editorial José Martí
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