Una pelea cubana contra de la burocracia
Ambrosio
Fornet*
1
Me
complace observar que, pese a los años trascurridos desde su estreno, La muerte de un burócrata conserva
intacta su frescura. Lamento decir que la burocracia también. Esa enconada
persistencia trae a la mente algunos
símbolos prestigiosos – la Hidra
de Cien Cabezas, El proceso, de Kafka…-y otros plebeyos con el que Mao Zedong,
en una de sus famosas charlas de Yenán, tomó del inagotable refranero chino
para ilustrar el rechazo unánime que producía en las masas populares el
lenguaje de ciertos cuadros políticos, plagado de consignas vacías. El
proverbio en cuestión recordaba que cuando una rata cruza la calle, todo le
mundo grita: “Mátenla” No hay vacilaciones. La reacción es instantánea y
unánime. Sólo puede haber una razón para
tan fastidiosa persistencia: la burocracia es necesaria. Más aún: es
inseparable de todo sistema de organización social que desborde los estrechos
marcos de la tribu. Max Weber asegura que es “el germen del Estado moderno” y
aconseja que no nos llamemos al engaño: puesto que, fuera del hogar, toda
nuestra vida se desarrolla en el marco de las instituciones públicas y privadas
– ministerios, iglesias, partidos, empresas, sindicatos…-, y éstas no pueden
funcionar sin burocracia, por exigua que sea, el problema estriba en saber si
tratamos con profesionales o con diletantes. Lo que le otorga autoridad moral
al funcionario es eficiencia, garantizada por su capacidad profesional. “La
administración burocrática – dice Weber – significa dominio gracias al saber” ¿Qué sabe el funcionario? Sabe como funcionamos los mecanismos
administrativos, cuáles son las vías de acceso a las instancias superiores, qué
dicen esos manuales de instrucción burocrática que son los reglamentos. Es la
posesión de esos saberes y la tendencia a monopolizarlos lo que hizo decir a
Marx que la fuerza de la burocracia radica en el misterio. El burócrata sabe lo
que nosotros ignoramos y sin embargo necesitaríamos conocer para poder
orientarnos en los laberintos de las oficinas y otras encrucijadas de la vida
moderna. Hay en los orígenes de la burocracia un propósito de organización y racionalidad
que no daría motivos de queja si no fuera llevado tan a menudo a los extremos,
como ocurre cuando se intenta comprimir la inapresable multiplicidad de la vida
en una serie de códigos, reglas y normas inflexibles. Es entonces cuando la
racionalidad se hace irracional y amenaza convertirnos, como decía Thoreau, en
instrumentos de nuestro propio instrumento. Lo que me interesa subrayar es que
no todo el que se trabaja ante un buró es un burócrata. Hace más de siglo y
medio Francia legó la mundo esa palabra, que en principio designaba al simple
empleado de oficina. No sé si los franceses establecen clara diferencia
semántica entre burócrata y oficinista, pero en cualquier caso debe tenerse
este en cuenta: lo que caracteriza al burócrata no es tanto su actividad – el
lugar que ocupa en la cadena de producción y los servicios – como su
mentalidad. Para ser un burócrata hay que tener una mentalidad burocrática.
Obsérvese que el primer gran burócrata que aparece en La muerte de un burócrata no está en una oficina ni manipula
documentos. Es el orador que, en el cementerio, despide el duelo del obrero
ejemplar. Su panegírico es una verdadera joya del kitsch y el pensamiento burocrático.
2
El
joven Alea – Titón – descubrió su definitiva vocación de cineasta cuando, en
1950, se agenció una camarita de 8
mm y decidió filmar, con la ayuda de su compañero Néstor
Almendros – recién llegado de España – y de varios profesionales, un corto de
diez minutos basado en el cuento de Kafka “Una
confusión cotidiana”. Es curioso: ambos evaluarán el texto años después con
la óptica de sus respectivos intereses profesionales. Almendros dirá que era “una idea muy buena para aprender montaje,
hecha de entradas y salidas constantes del cuadro, con acciones paralelas”.
Alea,
por su parte, lo descubrirá como “una
especie de comedia (…) en la que se jugaba con el absurdo cotidiano”. Uno
se siente tentado a decir que se escogió ese texto como base del guión fue
porque se percibía en él los ingredientes de esa estética orientada hacia el
humor negro y la sátira. Lo cierto es que aquellos jóvenes jugaban a hacer cine porque el verdadero cine – el europeo, el
norteamericano – estaba fuera de su alcance. Casi todas las ideas que se le
ocurrían – recuerda Almendros – eran simples “delirios adolescentes de grandeza”.
como
si quisiéramos hacer en 8 mm
Gone with the Wind con vestuarios y decorados, pero sin presupuesto. (…) en
lugar de contar cosas simples sobre lo que nos rodeaba, sobre la realidad
cotidiana de una isla del trópico como Cuba, lo que nos interesaba era el
lejano y pálido reflejo del mundo artístico europeo. Estábamos intelectualmente
colonizados.
El
antídoto vendría también de Europa, con le aura de un cine desafiante, capaz de
contar “cosas simples sobre la realidad cotidiana” como había logrado hacerlo
Vittorio de Sica, Zavattini y otros adelantados del neorrealismo italiano. A
Titón y a Julio García Espinoza les bastó ver “Ladrón de bicicletas” para darse cuenta de que eso era exactamente
lo que querían hacer: un cine descarnado, testimonial, barato, con actores
profesionales. Fue una doble toma de conciencia, porque además, si alguna vez
iban a hacer cine, ése era el único tipo de cine que parece viable.
Convencieron a sus padres para que les pagara el viaje a roma e ingresaron en
el Centro Sperimentale dí Cinematografia.
Allí, como ganancia adicional, descubrieron el marxismo y a Bertold Bretch.
Al regresar a La Habana
en 1953 – recuerda García Espinosa -,
con
la aureola que teníamos de grandes sabios por haber recién llegado a Europa,
dábamos charlas, conferencias, mesas redondas; hacíamos debates, escribíamos
artículos. Todo para divulgar las ideas del neorrealismo. Pero (…) al año de
estar dando charlas, nos cansamos de tanta teoría. Así fue como empezó a surgir
la idea de hacer una película.
Esa
película fue el medio-metraje El Mégano, documental
en 16 mm
dirigido por García Espinosa con la ayuda de Alea y un equipo que incluía a Alfredo
Guevara. Corría el año d1955. Filmado en una ciénaga situada al sur de La Habana , durante varios
fines de semana sucesivos, con los carboneros de la zona como actores, dentro
de la más estricta ortodoxia neorrealista, el documental apenas pudo exhibirse:
fue secuestrado de inmediato por la policía del régimen del dictador Batista,
que lo consideró subversivo. Tres años después en enero de 1959, con el triunfo
de la Revolución ,
el mundo, que estaba al revés – como dice García Espinosa -, se puso al
derecho: “¡Al fin íbamos a hacer cine!”
Hacer cine de verdad, quiere decir,
en el marco de una verdadera industria. Alfredo Guevara, él y Titón fundarían
en marzo de 1959, con otros colegas y amigos, el Instituto Cubano de Arte e
Industria Cinematográficos, conocido por ICAIC.
Durante los veintitrés años siguientes el ICAIC estaría presidido por Guevara.
3
Creo
que ese sucinto anecdotario contiene algunos de elementos que contribuían a
formar la base ideológica, estética e incluso organizativa del nuevo cine
cubano. Se trataba de asumir al mismo tiempo múltiples y muy disímiles tareas:
crear una empresa industrial comprometida con la insólita misión de promover un
movimiento artístico; contribuir al proceso recién iniciado de transformación
social mediante la descolonización de las pantallas; aportar los elementos
necesarios para la afirmación de la identidad nacional y cultural; establecer
una comunicación eficaz y enriquecedora con el público. Después de expulsar del
templo a los mercaderes, fundadores de “la
escuela de la mediocridad y el melodrama ridículo” – como diría Guevara –
había que combatir en la práctica el más arraigado de sus axiomas, según el
cual el cine artístico no era rentable y por tanto el cine que quisiera ser
rentable no debía aspirar a ser artístico”. Aludiendo al viejo cine cubano,
sobre todo el de los años cincuenta, Alea se preguntaba irónicamente cómo era
posible que películas hechas con estrictos criterios comerciales fueran también
fracasos absolutos desde el punto de vista comercial. Para él, convencido de
que el cine es ante todo espectáculo, pero espectáculo de calidad, el problema
debía estar en otra parte, vinculado tal vez a la incultura y la falta de una
sólida tradición cinematográfica. En el ICAIC esta carencia iba a ser subsanada
buscando inspiración y modelos estéticos en las expresiones más logradas de la
propia culturan nacional – la música, las artes plásticas – y en los clásicos
del cine europeo y soviético, así como en el cine independiente norteamericano,
en Kurosawa y en la Nueva Ola
francesa, movimiento este último que resultaba atractivo por sus puntos de
contacto con el neorrealismo (en cuanto a modos de producción) y por su actitud
iconoclasta. El objetivo – tal como lo definió Guevara en 1960 – era hacer un
cine artístico, nacional, de buena factura, inconformista, barato y rentable.
Repárese en la enumeración. Se diría que describe de antemano el cine de Alea,
punto por punto.
En
ese mismo momento Alea comenzaba a elaborar la fundamentación de un compromiso
social que, desde su condición de cineasta revolucionario, tomaba como objetivo
su público inmediato, ahora redescubierto como “pueblo”. A su juicio, una de
las mayores conquistas de la
Revolución era el haber creado de inmediato un clima de
confianza, de transparencia: “Por primera vez se habla claro al pueblo –
observo – y por primera vez éste tiene todas las facilidades para llegar a
comprender el fondo de sus problemas”. En este contexto, el cine podría ofrecer
al espectador la posibilidad de
desarrollar más aún “su propia conciencia”. Lo que no parecía tan claro era de
qué modo y por qué medios – descartada de antemano la propaganda – iba el cine
a cumplir esa función. Uno de ellos
podía ser el rescate de la memoria histórica plasmado con los recursos
de la épica. Fue, de hecho, el camino que Alea recorrió con su primer
largometraje – Historias de la Revolución , de 1960
-, que un crítico como Michel Capdenac, Les
Lettes Francaises, describió generosamente como una obra admirable cuyo
mérito principal era su orientación dramática, el énfasis que ponía en el ser
humano “en tanto que individuo con la colectividad, con la historia” alea
estaba dispuesto a seguir incursionando en el pasado inmediato, ahora con la
adaptación de una exitosa novela cuyo asunto era la lucha insurreccional contra
Batista en la ciudad de Santiago de cuba. Pero sintió de pronto la necesidad de
sumergirse en la más perentoria actualidad y pensó que para eso le vendría como
anillo al dedo una novela satírica soviética que había leído años atrás: La aventura de las doce sillas, de Ilya
Ilí y Evgueni Petrov, divertida historia que además de cumplir con todos los
requisitos del género tenía: “una intención desmistificadora y crítica” no
ajena a la realidad cubana del momento. El resultado de la adaptación – en la
que participó el dramaturgo uruguayo Ugo Ulive – fue Las doce sillas, estrenada
en 1962 con un éxito de crítica y de público que contribuyó a legitimar la
comedia, como género, en el contexto del naciente cine cubano. El filme, visto
retrospectivamente, queda como un jocoso ejercicio de fluidez narrativa con el
que Alea parecía estar preparándose para empeños mayores, como el que sin duda
representaría el proyecto de La muerte de
un burócrata, cuatro años después.
4
Más
de una vez, los cineastas y los críticos han seleccionado La muerte de un burócrata (1966), como una de las películas más
significativas del cine cubano. En las dos últimas encuestas sobre el tema,
realizadas a una distancia de casi diez años entre ambas, el filme ocupó uno de
los primeros lugares. El tercero en 1989 y el sexto en 1998. Basta volver a ver
La muerte de un burócrata, ahora con
la leve extrañeza que produce el blanco-y-negro, para entender las razones por
las que se ha convertido en un clásico. Las más importantes, estrechamente
vinculadas entre sí, son su vigencia temática, su despiadado sentido de humor y
la solidez de su factura, tanto desde el punto de vista técnico como artístico.
Como
intelectual y revolucionario alea sólo puede ser entendido dentro del espacio
ideológico de la modernidad. Entiéndase de la modernidad periférica – es decir, la que corresponde a sociedades que han
recibido el legado intelectual del Iluminismo y las herramientas discursivas y
técnicas propias de la modernización, pero sólo hasta cierto punto y como
injertos nunca bien asimilados por el organismo social. En esas circunstancias
la modernidad se vive como suplicio de tántalo – una frustración permanente.
Piénsese, por ejemplo - para situarnos en los dos extremos del esquema
comunicacional clásico – en el emisor y el receptor de un posible mensaje
fílmico: lo más probable es que el primero se vea impedido de formularlo, por
falta de recursos y canales, o que el segundo no pueda acceder a él por razones
culturales o económicas. Para Alea, aquella sociedad emergente en la que al fin
podría hacer cine debía estar basada en la razón y en una ética de la
solidaridad. ¿Cómo contribuir al logro de ese objetivo? El presente estaba
inficionado de viejos males; los muertos, diría Marx, pesaba como un alosa
sobre la conciencia de los vivos. Para el artista revolucionario, la única
opción legítima era la crítica a esos “rezagos del pasado” que se consideraban
puras excrecencias de la mentalidad pequeño burguesa. Esta última idea tenía
una larga historia dentro de la tradición marxista: ya en los años treinta del
pasado siglo Balázs había expresado la sospecha de que el cine comercial estaba
dirigido básicamente al público pequeñoburgués, porque la pequeña burguesía,
por carecer de conciencia de clase, por ser egoísta y apolítica, recibía gozosa
y pasivamente el kitsch y otros
productos de la cultura de masas. Además, era una clase sumamente maleable, con
una asombrosa capacidad de simulación y adaptación. Fue lo que denunció
Maiakovski en su famoso poema satírico “De la canalla”, cuyo escenario es la
casa de un pequeño burgués en la flamante Unión Soviética. En la pared de la
sala cuelga u retrato de Marx paseando la vista por la sala, inquieto, y de
pronto, sin poder contenerse, grita: “¡Retuérzale el cuello al canario, para
que no derrote al comunismo!” Las clases en el poder han cambiado, los
principios rectores de la sociedad son distintos, el discurso público responde
a otra retórica y otros intereses, la dinámica social ya no es la misma, pero
el pequeño burgués no se da por aludido. El burócrata – quizás sean la misma
persona -, tampoco. Alea no tardó en dar
se cuenta. Intentando resolver ciertos problemas domésticos, comenzó a chocar
con la desidia burocrática, lo que le generaba estados de violencia que
constantemente se veía obligado a reprimir. En el momento tenía dos proyectos
entre manos: un filme policíaco y luego lo que sería Una pelea cubana contra los demonios. Pero de pronto, en el camino
de Damasco que conducía a las oficinas, tuvo “una iluminación”: filmaría una
sátira sobre la burocracia. La simple decisión produjo el efecto terapéutico de
una catarsis. “Continuaba mis trámites
domésticos, iba a determinada oficina, me enfrentaba a empleados burócratas y
perdía mucho tiempo, pero de alguna manera me enriquecía: llevaba una libretita
de apuntes donde anotaba situaciones, comportamientos, datos”.
Sería
ocioso preguntarse, como ya lo hizo Weber en su momento, quien domina el
aparato burocrático, a quién sirven los burócratas en definitiva. El gremio –
puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en
que opera – goza de un nivel tal de
autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, quién
domina el aparato burocrático, a quien sirven
los burócratas en definitiva. El gremio – puesto que es imprescindible, con
independencia del sistema socioeconómico en que opera – gozar de un nivel tal
de autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, entre
los cuales está su propia capacidad de reproducción. Como depositario del
Secreto y sus inalterables ritos, el burócrata sólo le debe fidelidad al Reglamento y a sus
superiores jerárquicos, igualmente celoso de su misión. Lo que no está
reglamentado – es decir, el azar, la realidad nuestra de cada día – no le
incumbe en absoluto. En La muerte de un
burócrata, Juanchín, el Sobrino (Salvador Wood), colocado ante los
sucesivos dilemas del carné laboral y la segunda inhumación del cadáver del
Tío, puede mascullar tantas veces como quiera que debe haber una solución. La
hay, en efecto, pero provisional: siempre remite a otro problema. De la mesa 12 a la 20 y de ahí a la 46 y vuelta a la 12.
Es lo que se llama peloteo. En medio
de ese forcejeo desigual entre el Reglamento y el sentido común, ante la
desesperación impotente de sus víctimas, el burócrata como el demiurgo de Joyce
– y disculpen el símil – se las arregla para permanecer impávido, distante,
como si con él no fuera, “limpiándose las
uñas”. De ahí que con tanta frecuencia – lo estamos viendo – haya sido
blanco del único medio con que cuentan sus víctimas para vengarse: la burla. O
dicho en cubano: el choteo.
5
Tal
como lo definió Mañach, en un famoso ensayo de 1928, el choteo es la tendencia de “no tomar nada en serio” y, en el
fondo, un gesto de rechazo hacia toda manifestación de autoridad. Considerado
durante mucho tiempo uno de los rasgos característicos de la idiosincrasia
criolla, revela el sentido del ridículo que tienen el cubano respecto a todo lo
que huele a solemnidad, rigidez o exhibición de falsas jerarquías sociales. Tal
vez la risa no sea una actividad privativa del hombre, como suele creerse, pero
la burla, en opinión de Mañach, sí lo
es. Y el choteo es justamente esa “superior
perspicacia” que permite burlarse de las jerarquías, descubrir “lo cómico en lo autoritario”. En otras
palabras, es la antípoda de lo burocrático, puesto que la burocracia supone una
exacerbación del Orden – entendido como sacralización de la horma – mientras
que el choteo implica todo lo contrario. Hay que tener en cuenta que es también
un ingrediente del teatro vernáculo – heredero de la comedia de costumbres -,
en el que la burla se reparte por todas las clases sociales y se recubre con
fuertes brochazos de color local. Este lado pintoresco del asunto lo encarnan
siempre figuras estereotipadas que en el caso de Cuba eran invariablemente el
Gallego, el Negrito y la Mulata ,
encarnación alegórica del componente étnico y cultural de la nacionalidad. La
vena humorística de Alea se insertó prácticamente cuando, a fines de los años
cincuenta, empezó a trabajar en Cine-Revista, empresa mexicana establecida en
Cuba bajo el patrocinio de una agencia publicitaria. Producía un corto semanal
de diez minutos de duración que alternaba la publicidad con pequeños reportajes
sketches humorísticos (breves coloquios cuyos orígenes se remontan a los pasos y entremeses del teatro clásico
español. Cine-Revista fue una experiencia insustituible en la etapa de
formación del cineasta a la otra corriente – la comedia satírica soviética -,
Alea se acercó movido por la curiosidad y las afinidades ideológicas –
recuérdese su temprana lectura de Ilf y Petrov – y luego por circunstancias,
que lo llevaron a plantearse cuál podía ser el papel del humor en una sociedad distinta, empeñada en construir el
socialismo.
Con
la adopción del realismo socialista como estética oficial, el arte y la
literatura soviéticos se habían acartonado, por decirlo así, bajo el peso de
tres agobiantes teorías que le cayeron encima como otras tantas lápidas: la del
héroe positivo, la del típico-promedio y la de la ausencia de conflicto. En
Cuba ese fantasma se había exorcizado gracias al categórico rechazo de los
escritores y artistas y a la contribución teórica del Che, que atribuyó su
esquematismo a la incapacidad de los promotores de cultura para encarar el
complejo problema de la función educativa del arte. “Se busca entonces la simplificación – señaló -, lo que entiende todo
el mundo, que es lo que entienden los funcionarios”. Alea, por su parte,
consideraba que el realismo socialista era la quinta esencia del pensamiento
burocrático levado al terreno de la estética, idea que se reitera en la
película mediante la abrumadora referencia, tanto anecdótica como puramente
iconográfica, a uno de los símbolos del arte proletario: el brazo musculoso con
el puño en alto. Suprema ironía. En uno de los carteles propagandísticos dicho
puño cae sobre la cabeza de un minúsculo oficinista aplastándolo como un
insecto contra su propio escritorio, un modo de reforzar gráficamente la
campaña que se lleva a cabo bajo la ilusoria consigna de MUERTE A LA BUROCRACIA. Dicha
campaña, por cierto, incluye desfile de carrozas donde una modelo escultural,
en paños menores, blandirá una mandarria con la que sin duda aplastará a los
boquiabiertos espectadores, aunque se propósito, según explica el organizador,
es “asestarle un golpe al cadáver
burocrático cada vez que intente levantar la cabeza”. Es el choteo en
estado puro, que suele denominarse relajo
cuando tiende a abarcarlo todo o incluye referencias eróticas o procaces. En la
misma dirección apunta el voyeurismo
de los burócratas con respecto a sus distraídas y provocadoras empleadas. Hay
en todo ello una crítica benévola, por decirlo así, que no llega nunca al
sarcasmo y que tal vez explique por qué el humor de Alea ha sido calificado de
“apolíneo” – en contraste, por ejemplo, con el de su maestro Buñuel – y por qué
también los burócratas disfrutan la
película, lo que la principio desconcertó e irritó a Alea. En el espacio
cultural cubano son sin duda los elementos de choteo los que hacen fácilmente
digerible la crítica, porque el choteo contiene – digámoslo así – sustancias
corrosivas pero también antiácidas. Si sólo se toman en cuenta las primeras – y
fuera de contexto, además – puede producirse situaciones tan absurdas como las
que dieron origen a la película. Absurdas y riesgosas, ya que no eran sólo los
canarios los que podían derrotar al comunismo sino también los halcones, aquellos
celosos guardianes de la doctrina – coetáneos de Maiakovski, por cierto en
medio del torbellino revolucionario se hacían esta pregunta crucial: “¿Puede un miembro de la Juventud Comunista
usar corbata?” Al ser estrenada, con un éxito sin precedentes en nuestra
filmografía, La muerte de un burócrata provocó
alarma en el reducido, pero influyente gremio de los dogmáticos criollos,
secretos defensores del realismo socialista, quienes vieron en ella un repunte
del viejo choteo que, con el triunfo de la Revolución , parecía
haberse erradicado de la psicología nacional. Lo que se criticaba era la doble
falta de respeto: hacia la autoridad revolucionaria – representada por un
vapuleado Policía en la riña tumultuaria – y hacia la memoria de José Martí,
Apóstol de la independencia de Cuba. Pero bastaba observar la facha del
susodicho Policía – con todas las trazas de ser un pobre diablo – para
percatarse que su figura difícilmente podía tomarse como una alegoría de la Autoridad semejante a la
de aquellos colosos de las comedias de Chaplin con sus siete pies de de
estatura y sus impecables uniformes cuidadosamente abotonados. Aquí el policía
solo logra imponer la autoridad cuando sopla enérgicamente su silbato y
paraliza a la multitud – una breve pausa antes de que la trifulca se reanude.
El pobre personaje no tiene suerte: tropieza con puertas de automóviles que se
abren de pronto, recibe golpes producidos por todo tipo de artefactos
volantes…; sólo le falta, en fin, el pastel de crema en la cara. Porque en
efecto, como observa agudamente Chanan en The
Cuban Image, el país donde ocurren los hechos es un espacio imaginario en
el que se entrecruzan alegremente dos territorios la Cuba revolucionaria y el de
la comedia jolivudense.* Los dogmas nada tienen que hacer ahí, salvo exponerse
al cauterio de la sátira. Es lo que se ilustra de entrada con la despedida del
duelo, donde nos enteramos de que el difunto Francisco J. Pérez (Paco) no era
sólo Obrero Ejemplar, “un proletario en
toda la extensión de la palabra”, sino también el inventor de un complejo
artefacto capaz de satisfacer la creciente demanda de bustos de Martí destinado
a los “rincones martinianos”
(pequeños espacios en los que se le rinde homenaje al Héroe Nacional en
escuelas, fábricas y lugares públicos). De hecho, Paco se proponía lograr la
democratización del patriotismo: “Que
cada familia cubana – como dice su panegirista tuviera un rincón patriótico en
su casa”. A la acusación de burla y sacrilegio respondió un crítico
cinematográfico – como ya lo había hecho el propio Alea – argumentando que la
secuencia de la máquina productora de bustos no era sólo una regocijante
parodia de Tiempos modernos, de
Chaplin, sino además una valiente denuncia “…
la máquina de hacer bustos martinianos es una sátira a los que, a fuerza de
mecanismos, se alejan del pensamiento de los grandes hombres y los convierten
en símbolos huecos. Lo martiano no es el busto repetido, sino rescatar al
Apóstol de una mistificación absurda”.
De
pronto caemos en la cuenta de que las buenas intenciones de Francisco J. Pérez,
el Obrero Ejemplar, estaban permeadas por fuertes tendencias burocráticas – es
decir, mecánicas – y fueron ellas, en realidad, las que pusieron en marcha un
dispositivo del absurdo. Si lo que un personaje tiene de cómico, como dice
Bergson, es todo aquello que lo lleva a repetirse de manera automática y que
por tanto puede ser imitado y convertido en motivo de burla, entonces Paco era
un tipo intrínsecamente risible. Pero al ser tomado en serio por su dedicación
y su entusiasmo, generaba en torno de sí un clima altamente contaminado de kitch, lo que explica la conmovedora y
desafortunada iniciativa de sus compañeros.
Tanto
Alea como sus críticos han señalado el cúmulo de referencias temáticas y
visuales que atraviesan el filme de un extremo al otro – lo que antes se
llamaba influencias, pastiches, parodias, y ahora se denominan citas,
homenajes, referencias intertextuales -, todo un arsenal de recursos expresivos
codificado por Chaplin, Keaton, Lloyd, Laurel y Ardí, en suma, la comedia
silvestre norteamericana que alea y sus pragmáticos guionistas (Alfredo de
Cueto y Ramón F. Suárez) no tuvieron reparos en saquear. Pero creo que nadie ha
señalado un rarísimo instante autoreflexivo en que el director parece citarse
irónicamente a sí mismo en boca del protagonista (o más bien, del actor) como
si de pronto éste hubiera tomado conciencia de las delirantes peripecias en las
que se ha visto involucrado. En el comedor de la casa familiar, donde la Tía (Silvia Plana) acopia
hielo para la conservación del cadáver, Juanchín – disfrutando por primera vez
de un momento de calma, después de otra jornada de gestiones infructuosas – se
sirve un vaso de ron, le echa un trocito de hielo – detalle que para la tía no
pasa inadvertido – y, mientras espera que el trago se enfríe, sonríe divertido,
como si recordara una travesura. “¿Quién
sería el de la idea de enterrar el tío Paco con el carné laboral? – murmura -.
¿A quién se le ocurriría eso? Tengo la sospecha de que se trata de un guiño
cómplice que Alea le hace al espectador, porque la curiosa pregunta pudiera
traducirse por esta otra: “¿A quién se le habrá ocurrido la locura de hacer
esta película?”.
6
La muerte de un burócrata está estructurada sobre un patrón muy simple,
el de la comedia de enredos, donde un primer obstáculo parece hallar una
solución que enseguida conduce a un segundo obstáculo, etc. de ahí que resulta
fácil insertar las citas sin romper
con la coherencia narrativa, porque, como observa el propio Alea, el estilo del
filme radica en su diversidad. A esa dialéctica de la unidad en lo diverso
parece responder la filosofía y la estética del filme; por una parte, los dos
ejes temáticos anunciados en el título – la Muerte como trámite burocrático, el Burocratismo
como expresión de un pensamiento momificado -, y por otra, los elementos de
humor negro y de ambientación
representados, unos, por el cadáver del Tío, y los otros, por los acrónimos y
las consignas. De hecho, la densidad semántica de la película se debe, en gran
medida a la acumulación de detalles relacionados con esos elementos. Si no
recuerdo mal, el único momento del filme donde el fallecimiento del Tío remite
a una duda metafísica – a lo que pudiéramos llamar “el tema de la muerte” – se
da cuando el Sobrino lleva por primera vez el cadáver a la casa y la Tía , sin saberlo, creyendo que
todo ha terminado, da rienda suelta a su dolor: ¡Ay, Paco! – exclama -, ¿dónde
estarás ahora? La respuesta llegad desde el jardín, donde los perros
callejeros, hambrientos, ladran en torno a un ataúd. La mezcla de humor negro y
choteo produce equívocos visuales como el del niño que, confundiendo las velas
del féretro con velas de cumpleaños, rompe a cantar “Happy birthday to you”, y el del Sobrino que, al ver a la Tía alzar un hacha sobre su cabeza,
cree que está a punto de descargarla sobre el cadáver, enloquecida, cuando lo
que ella está haciendo es picar hielo para congelarlo. Las auras tiñosas
sobrevuelan en círculo la casa
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayazo,
1932) es autor de varios estudios monográficos (El libro en Cuba, 1994;
Carpentier o la ética de la escritura, 2006); compilador y prologuista de Cine,
literatura y sociedad, 1982; Alea: una retrospectiva crítica, 1987); y
guionista de filmes como Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). En el año
2000 recibió el Premio Nacional de Edición. Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua.
LAS TRAMPAS DEL OFICIO
Apuntes sobre cine y sociedad
Ambrosio
Fornet, 2007
Instituto
Cubano del arte y la industria cinematográfica (ICAIC)
Instituto
Cubano del libro
Editorial
José Martí
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