viernes, 26 de junio de 2015

LLOSA Y EL SEXO

Guillermo Rothschuh Villanueva*

Todavía no conozco ningún estudio sobre la material en que Mario Vargas Llosa aborda el sexo en su arte narrativo. Es probable que exista debido a que constituye una de sus constantes más relevantes. Un devoto de sus obras jamás podría pasar desapercibida la forma en que aborda la sexualidad. El sexo practicado en forma sosegada, no llama su atención, ni encuentra cabida en sus páginas. Vargas Llosa polariza, sabe que la gratificación sexual se encuentra en la zona oscura, esa que pocos se atreven a revelar. En ese territorio nada con desparpajo. Con inigualable maestría saca ventaja, creando personajes que constituyen verdaderos desafíos para moralistas insulsos. El peruano otorga al sexo la verdadera preeminencia que adquiere en la vida cotidiana. Muchas de sus prácticas no deberían escandalizar a los mortales.

Entre los novelistas latinoamericanos de su generación, ninguno ha dispersado un sitial espacial al sexo, por muy empecinados machucantes que hayan sido. Ni el mismo Vargas Llosa escapa a estos desafueros embraguetados. Para no generar sospechas en La tía Julia y el escribidor, convierte en novelable parte de su vida. En su juventud, se decidió primero por una tía política. Luego, para sellar sus arrebatos, desposó con Patria Llosa, su prima del alma. Un novelista que asume la temeridad de fabular de sus años juveniles, entregado en los brazos de una mujer adulta, resuelta como él a vivir y entregarse con una pasión reprobada por ciertas almas puras, demuestra que no tiene reparos para airear el sexo en todas sus manifestaciones, por muy delicado que parezca. Vargas Llosa sabe que el sexo sigue siendo la piedra del escándalo. Más escandaloso aún, tener la osadía de asumirlo con la mayor naturalidad, en cada uno de sus mayores logros creativos. En esto se distancia de sus compañeros del boom, adquiriendo un tinte especialísimo.

Los cachorros inaugura esta pasión desbordante. Se asoma al sexo de forma peculiar. Pichula Cuellar su primer vástago. Un niño emasculado que adquirió conciencia demasiado pronto, que no tendría ninguna relación picante con sus demás compañeros de colegio. Esta es la primera versión de las preferencias e inclinaciones de Mario Vargas Llosa. En su obra primigenia se exhibe la manera en que abordará el sexo. Sentirá especial predilección por lo anómalo y desafiante. Torturará a los infieles. No cederá ni un palmo, inundará su universo con historias y personajes fascinantes. En un encadenamiento sin fin, creará una galería de personajes inolvidables chapaleando el sexo con frenesí delirante. Ondeará la bandera de la concupiscencia. Se convertirá en un sexista para muchos y para otro en un erotómano aventajado. Ustedes tracen las fronteras.

Una de las peculiaridades más notable, una de las vetas inagotables de la creatividad profusa de Mario Vargas Llosa, considera en asumir el sexo con todas sus variantes. En Elogio de la madrastra, sentirá especial devoción por le triángulo amoroso. No es un triángulo cualquiera. Es uno conformado por el hijastro (Fonchito), la madrastra (Lucrecia) y el padrastro (Rigoberto), nada más que Foncín roza todavía la niñez. Todo niño precoz intelectualmente, me enseñó Freud en La sexualidad infantil, hasta donde tuve que viajar cuando leí por primera vez esta novela, hasta donde tuve que viajar cuando leí por primera vez esta novela, que valió a Vargas Llosa el mote de diablo, también es precoz sexualmente. En una edad saturada de inocencia, Vargas Llosa crea a un angelito perverso. En Los cuadernos de Don Rigoberto, fantaseará a sus anchas. Anchito proseguirá por los caminos tormentosos y el deseo irreprimible de doña Lucrecia, pese a estar advertida sucumbe en sus brazos. Conversaciones en la catedral muestra la otra cara de la luna: el voyerismo enfermizo de Cayo Mierda, el poderoso miembro de Odría, que gozaba más viendo como la Queta lamía a la Musa por todos sus rincones, mostrándose ajeno a cualquier tipo de goce.

En Travesuras de la niña mala, la novela conmemorativa de sus setenta años, aparece una escena similar. El japonés Fakuda sólo se enciende viendo a la niña mala en un éxtasis fingido con Ricardito Somocurcio, el infanticida. En La guerra del fin del mundo, el barón de Caña Brava, ante una esposa enajenada posee a la negra Sebastiana, su esclava, dispensándole un cariño incapaz de ofrendar a su esposa. Lamerá a Sebastiana en su propia alcoba. Por su lado Jurema traiciona a su marido con el periodista, dos veces miope, primero por cegato y segundo porque no había conocido el goce prometido, sino a través de los amores comprados. El cura de Canudos viola el celibato. Ante esta actitud agiganta la figura del Consejero, un practicante ejemplar, debido a que todos sucumben ante el llamado de la carne.

En Quien mató a Palomino Morelo, sube la parada. No recrea el complejo de Edipo. Opta por una posición más aberrante. El Coronel Mindreau seduce a su propia hija como compensación ante la pérdida de su esposa durante el parto de Alicia. El militar, recto, ejemplar, con una hoja de servicio impecable, tiene una concepción sórdida del sexo. Percibe como lo más natural del mundo convertir en amante a su propia hija. Ante la inminencia de su pérdida, enamorada del flaquito de Palomino, él cantaba boleros, (ella cantaba boleros, dice cabrera Infante, en Los tres tristes tigres), embrujantes, seductores, acababa con la vida del aprendiz de mecánico de aviación de una manera brutal: con los huevos machacados, triturados, arrancados.

Lituma en los Andes en una continuidad de Palomino Morelo. Los amores de Tomasito Carreño con la Mercedes Téllez, son esbozados en esta novela. Tomasito, un policía inocente, conducido a la corrupción por su padrino, (concédele la connotación que tiene esta palabra en la jerga gansteril), lo envían a custodiar a un capo de la droga. Mientras este echa su polvo con la Meche, la mata porque no alcanza a comprender la pequeña dosis de sadismo y masoquismo que envuelve al acto sexual. Se enamora de la puta. Tampoco sabe que Lituma logra descifrar que la Meche tenía un largo historial amoroso: había sido ganada o perdida en juego de dados. La mujer concebida como simple objeto. En La fiesta del Chivo, Cerebrito Cabral, caído en desgracia ante el dictador Trujillo, para recuperar lo perdido, pervertido, pervierte a su hija Urania, entregándola en los brazos enfermizos del dictador dominicano. Impotente, este utiliza sus dedos para destripar enfurecido sus débiles membranas de niña virgen. La cama como ante sala del poder.

La figura de Flora Tristán no desmerece, pese a la manera en que Vargas Llosa fija su relato y traza su trayectoria como militante del socialismo utópico. Su lesbianismo lo asumo con la misma condescendencia con que asumí las confesiones de la Frida Khalo en su Biografía, sobre sus prácticas lésbicas, lo que no mermó mi devoción por esta mujer que desafío y conquistó un sitial en el otro México, (no el mojigato y puritano), a quien aprendí a querer durante mis años de estudiante de comunicación en la Universidad nacional Autónoma. Los amoríos de Flora en El paraíso de la otra esquina, no son menos subyugantes que los de su nieto Paul Gaugin, un concupiscente metido en el infierno de su propia suerte, llagado, drogado, pudiéndose en vida, pero no menos apasionado por las narrativas de las islas de Tahití.

Pantaleón y las visitadoras fue un dulce remanso donde sació su sed. Con una estructura ceñida, haciendo malabares, fabula sobre la más audaz de las creaciones: un cuerpo de putas al servicio del ejército peruano. Los excesos de la tropa, violando mujeres, en vez de merecer castigo, dan paso a la creación de un contingente de hembras al servicio de los miembros de los cuerpos castrenses de mayor trayectoria en América Latina. Si La ciudad y los perros fue interpretado como un golpe inmerecido por los militares, Pantaleón y las visitadoras los sacó de quicio. Pantaleón Pantoja, es decir, Vargas Llosa, estructura, como el más avezado administrador, un contingente dispuesto a aquietar los ánimos y la febrilidad sexual de unos desquiciados. Para enmendar los desafueros, nada mejor que poner a su servicio un tropel de damas, bajo la severa administración de la Chunga, una vez pasada la prueba con el Capitán Pantoja. Así fue como se enamora de la brasileña, a quien saboreó la primera vez por la puerta falsa.

Lituma y Chunga forman parte del mundo literario de Mario Vargas Llosa. Ambos aparecen engendrados en La casa Verde, un burdel donde se practica el sexo más enrevesado, maridos prostituyendo a esposas en insurgen a la vida Los inconquistables, esa horda de cafiches, que viven de sus amantes sin importar las habladurías que siempre habrá. En La historia de Mayta, sufrí el más delicioso engaño. Alejandro Mayta un militante trotskista, se pasa la vida conspirando como miembro de una célula revolucionaria, mientras vive plenamente su condición de marica. Al final Vagas llosa confiesa que Mayta jamás ha sido homosexual. Sin embargo, fue tal la truculencia narrativa, que no alcanzo a delinear un perfil diferente. Una prueba más de la verdad de las mentiras.

El sexo en Vargas Llosa porta una carga explosiva. Es su manera de acercarse a uno de los más dulces placeres. Una forma para mucho escandalosa y desafiante, como debe ser toda manera de acercarse al sexo. El amor es una cosa distinta, más profunda y enternecedora, en donde a veces falta y otras, sobra el ingrediente sexual. 

* Sabático: Guillermo Rothschuh Villanueva


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