martes, 30 de junio de 2015

UN MEDICO RURAL

FRANZ KAFKA

Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. de la pocilga salió una vaharanda como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
--¿Los engancho al coche? --preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
--Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa --dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
--¡Hola, hermano, hola, hermana! --gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
--Ayúdalo --dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
--¡Salvaje! --dije al caballerizo--. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
--Suba --me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
--Yo conduciré, pues tu no conoces el camino --dije.
--Naturalmente --replica--, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
--¡No! --grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta, al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
--Tu vendrás conmigo --digo al mozo--; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
--¡Arre! --grita él; y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta que encontrara la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
--Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome sus manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
--Si --pienso indignado--; en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo...
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.
--Regresaré en seguida --me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo el joven es posible que tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna, todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo --¿qué espera, pues, la gente?-- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
--¿Me salvarás? --murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
"Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico..."
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
--¿Sabes --me dice una voz al oído-- que no tengo mucha confianza en ti? No importa como hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
--En verdad --dije yo--, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
--¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que si. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
--Joven amigo --digo--, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.
--¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
--Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
--¡De prisa! --grité--. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
"Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama."
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.




MY ROAD de Luczywo, fotografías.







MY ROAD fotografías de Sebastian Luczywo.
Peopel Art Galery

sábado, 27 de junio de 2015

Volando con Rosa Khamitova






Rosa Khamitova es una artista originaría de Kazajistán,
diseña bufandas ilustrándolas con plumaje de aves.
Arte Peopel Galery

viernes, 26 de junio de 2015

LLOSA Y EL SEXO

Guillermo Rothschuh Villanueva*

Todavía no conozco ningún estudio sobre la material en que Mario Vargas Llosa aborda el sexo en su arte narrativo. Es probable que exista debido a que constituye una de sus constantes más relevantes. Un devoto de sus obras jamás podría pasar desapercibida la forma en que aborda la sexualidad. El sexo practicado en forma sosegada, no llama su atención, ni encuentra cabida en sus páginas. Vargas Llosa polariza, sabe que la gratificación sexual se encuentra en la zona oscura, esa que pocos se atreven a revelar. En ese territorio nada con desparpajo. Con inigualable maestría saca ventaja, creando personajes que constituyen verdaderos desafíos para moralistas insulsos. El peruano otorga al sexo la verdadera preeminencia que adquiere en la vida cotidiana. Muchas de sus prácticas no deberían escandalizar a los mortales.

Entre los novelistas latinoamericanos de su generación, ninguno ha dispersado un sitial espacial al sexo, por muy empecinados machucantes que hayan sido. Ni el mismo Vargas Llosa escapa a estos desafueros embraguetados. Para no generar sospechas en La tía Julia y el escribidor, convierte en novelable parte de su vida. En su juventud, se decidió primero por una tía política. Luego, para sellar sus arrebatos, desposó con Patria Llosa, su prima del alma. Un novelista que asume la temeridad de fabular de sus años juveniles, entregado en los brazos de una mujer adulta, resuelta como él a vivir y entregarse con una pasión reprobada por ciertas almas puras, demuestra que no tiene reparos para airear el sexo en todas sus manifestaciones, por muy delicado que parezca. Vargas Llosa sabe que el sexo sigue siendo la piedra del escándalo. Más escandaloso aún, tener la osadía de asumirlo con la mayor naturalidad, en cada uno de sus mayores logros creativos. En esto se distancia de sus compañeros del boom, adquiriendo un tinte especialísimo.

Los cachorros inaugura esta pasión desbordante. Se asoma al sexo de forma peculiar. Pichula Cuellar su primer vástago. Un niño emasculado que adquirió conciencia demasiado pronto, que no tendría ninguna relación picante con sus demás compañeros de colegio. Esta es la primera versión de las preferencias e inclinaciones de Mario Vargas Llosa. En su obra primigenia se exhibe la manera en que abordará el sexo. Sentirá especial predilección por lo anómalo y desafiante. Torturará a los infieles. No cederá ni un palmo, inundará su universo con historias y personajes fascinantes. En un encadenamiento sin fin, creará una galería de personajes inolvidables chapaleando el sexo con frenesí delirante. Ondeará la bandera de la concupiscencia. Se convertirá en un sexista para muchos y para otro en un erotómano aventajado. Ustedes tracen las fronteras.

Una de las peculiaridades más notable, una de las vetas inagotables de la creatividad profusa de Mario Vargas Llosa, considera en asumir el sexo con todas sus variantes. En Elogio de la madrastra, sentirá especial devoción por le triángulo amoroso. No es un triángulo cualquiera. Es uno conformado por el hijastro (Fonchito), la madrastra (Lucrecia) y el padrastro (Rigoberto), nada más que Foncín roza todavía la niñez. Todo niño precoz intelectualmente, me enseñó Freud en La sexualidad infantil, hasta donde tuve que viajar cuando leí por primera vez esta novela, hasta donde tuve que viajar cuando leí por primera vez esta novela, que valió a Vargas Llosa el mote de diablo, también es precoz sexualmente. En una edad saturada de inocencia, Vargas Llosa crea a un angelito perverso. En Los cuadernos de Don Rigoberto, fantaseará a sus anchas. Anchito proseguirá por los caminos tormentosos y el deseo irreprimible de doña Lucrecia, pese a estar advertida sucumbe en sus brazos. Conversaciones en la catedral muestra la otra cara de la luna: el voyerismo enfermizo de Cayo Mierda, el poderoso miembro de Odría, que gozaba más viendo como la Queta lamía a la Musa por todos sus rincones, mostrándose ajeno a cualquier tipo de goce.

En Travesuras de la niña mala, la novela conmemorativa de sus setenta años, aparece una escena similar. El japonés Fakuda sólo se enciende viendo a la niña mala en un éxtasis fingido con Ricardito Somocurcio, el infanticida. En La guerra del fin del mundo, el barón de Caña Brava, ante una esposa enajenada posee a la negra Sebastiana, su esclava, dispensándole un cariño incapaz de ofrendar a su esposa. Lamerá a Sebastiana en su propia alcoba. Por su lado Jurema traiciona a su marido con el periodista, dos veces miope, primero por cegato y segundo porque no había conocido el goce prometido, sino a través de los amores comprados. El cura de Canudos viola el celibato. Ante esta actitud agiganta la figura del Consejero, un practicante ejemplar, debido a que todos sucumben ante el llamado de la carne.

En Quien mató a Palomino Morelo, sube la parada. No recrea el complejo de Edipo. Opta por una posición más aberrante. El Coronel Mindreau seduce a su propia hija como compensación ante la pérdida de su esposa durante el parto de Alicia. El militar, recto, ejemplar, con una hoja de servicio impecable, tiene una concepción sórdida del sexo. Percibe como lo más natural del mundo convertir en amante a su propia hija. Ante la inminencia de su pérdida, enamorada del flaquito de Palomino, él cantaba boleros, (ella cantaba boleros, dice cabrera Infante, en Los tres tristes tigres), embrujantes, seductores, acababa con la vida del aprendiz de mecánico de aviación de una manera brutal: con los huevos machacados, triturados, arrancados.

Lituma en los Andes en una continuidad de Palomino Morelo. Los amores de Tomasito Carreño con la Mercedes Téllez, son esbozados en esta novela. Tomasito, un policía inocente, conducido a la corrupción por su padrino, (concédele la connotación que tiene esta palabra en la jerga gansteril), lo envían a custodiar a un capo de la droga. Mientras este echa su polvo con la Meche, la mata porque no alcanza a comprender la pequeña dosis de sadismo y masoquismo que envuelve al acto sexual. Se enamora de la puta. Tampoco sabe que Lituma logra descifrar que la Meche tenía un largo historial amoroso: había sido ganada o perdida en juego de dados. La mujer concebida como simple objeto. En La fiesta del Chivo, Cerebrito Cabral, caído en desgracia ante el dictador Trujillo, para recuperar lo perdido, pervertido, pervierte a su hija Urania, entregándola en los brazos enfermizos del dictador dominicano. Impotente, este utiliza sus dedos para destripar enfurecido sus débiles membranas de niña virgen. La cama como ante sala del poder.

La figura de Flora Tristán no desmerece, pese a la manera en que Vargas Llosa fija su relato y traza su trayectoria como militante del socialismo utópico. Su lesbianismo lo asumo con la misma condescendencia con que asumí las confesiones de la Frida Khalo en su Biografía, sobre sus prácticas lésbicas, lo que no mermó mi devoción por esta mujer que desafío y conquistó un sitial en el otro México, (no el mojigato y puritano), a quien aprendí a querer durante mis años de estudiante de comunicación en la Universidad nacional Autónoma. Los amoríos de Flora en El paraíso de la otra esquina, no son menos subyugantes que los de su nieto Paul Gaugin, un concupiscente metido en el infierno de su propia suerte, llagado, drogado, pudiéndose en vida, pero no menos apasionado por las narrativas de las islas de Tahití.

Pantaleón y las visitadoras fue un dulce remanso donde sació su sed. Con una estructura ceñida, haciendo malabares, fabula sobre la más audaz de las creaciones: un cuerpo de putas al servicio del ejército peruano. Los excesos de la tropa, violando mujeres, en vez de merecer castigo, dan paso a la creación de un contingente de hembras al servicio de los miembros de los cuerpos castrenses de mayor trayectoria en América Latina. Si La ciudad y los perros fue interpretado como un golpe inmerecido por los militares, Pantaleón y las visitadoras los sacó de quicio. Pantaleón Pantoja, es decir, Vargas Llosa, estructura, como el más avezado administrador, un contingente dispuesto a aquietar los ánimos y la febrilidad sexual de unos desquiciados. Para enmendar los desafueros, nada mejor que poner a su servicio un tropel de damas, bajo la severa administración de la Chunga, una vez pasada la prueba con el Capitán Pantoja. Así fue como se enamora de la brasileña, a quien saboreó la primera vez por la puerta falsa.

Lituma y Chunga forman parte del mundo literario de Mario Vargas Llosa. Ambos aparecen engendrados en La casa Verde, un burdel donde se practica el sexo más enrevesado, maridos prostituyendo a esposas en insurgen a la vida Los inconquistables, esa horda de cafiches, que viven de sus amantes sin importar las habladurías que siempre habrá. En La historia de Mayta, sufrí el más delicioso engaño. Alejandro Mayta un militante trotskista, se pasa la vida conspirando como miembro de una célula revolucionaria, mientras vive plenamente su condición de marica. Al final Vagas llosa confiesa que Mayta jamás ha sido homosexual. Sin embargo, fue tal la truculencia narrativa, que no alcanzo a delinear un perfil diferente. Una prueba más de la verdad de las mentiras.

El sexo en Vargas Llosa porta una carga explosiva. Es su manera de acercarse a uno de los más dulces placeres. Una forma para mucho escandalosa y desafiante, como debe ser toda manera de acercarse al sexo. El amor es una cosa distinta, más profunda y enternecedora, en donde a veces falta y otras, sobra el ingrediente sexual. 

* Sabático: Guillermo Rothschuh Villanueva


LOBO

Te siento recorrerme
y es cuando me desangras
te alejas sin pedirlo,
te alimentas sin agradecerlo,
y me dejás vacía.

Extraño las tardes del cordero,
cuando te acercabas con cautela,
cuando tu voracidad,
aún no saciada,
me dejaba respirar.

Hoy asechas mi carne,
expuesta a tú voraz
instinto...

Después que comas,
lamerás y roerás los huesos.

No dejes nada,
ni trozos de carne,
ni charcos que salpiquen sangre,
ni astillas de huesos.

Por eso,
todo en vos,

sabe a placer a destiempo.

Tania Jiménez Penha


Surrealismo de Prasetyo






Himawan Dwi PrasetyoIndonesia Institute of the Arts Yogyakarta




Mística y movimientos, esculturas







Gaylord Ho esculturas 



Gaylord Ho nació 11 de abril 1950 en Hsin-Wu, Taiwan. Un maestro escultor y artista inspirado, su meta en cada escultura es capturar para siempre la emoción fugaz de un momento único en el tiempo. 



Las esculturas de Ho representan el espíritu ideal humano que todos llevamos en nuestra lucha por trascender la lucha diaria de la vida y llegar a ser algo más espiritual y divino. La belleza de sus figuras nos eleva y nos da ánimo para continuar en nuestros esfuerzos por sobresalir y superar nuestros más grandes sueños. 

Una pelea cubana contra de la burocracia



Una pelea cubana contra de la burocracia
Ambrosio Fornet*

1
Me complace observar que, pese a los años trascurridos desde su estreno, La muerte de un burócrata conserva intacta su frescura. Lamento decir que la burocracia también. Esa enconada persistencia trae a la  mente algunos símbolos prestigiosos – la Hidra de Cien Cabezas, El proceso, de Kafka…-y otros plebeyos con el que Mao Zedong, en una de sus famosas charlas de Yenán, tomó del inagotable refranero chino para ilustrar el rechazo unánime que producía en las masas populares el lenguaje de ciertos cuadros políticos, plagado de consignas vacías. El proverbio en cuestión recordaba que cuando una rata cruza la calle, todo le mundo grita: “Mátenla” No hay vacilaciones. La reacción es instantánea y unánime.  Sólo puede haber una razón para tan fastidiosa persistencia: la burocracia es necesaria. Más aún: es inseparable de todo sistema de organización social que desborde los estrechos marcos de la tribu. Max Weber asegura que es “el germen del Estado moderno” y aconseja que no nos llamemos al engaño: puesto que, fuera del hogar, toda nuestra vida se desarrolla en el marco de las instituciones públicas y privadas – ministerios, iglesias, partidos, empresas, sindicatos…-, y éstas no pueden funcionar sin burocracia, por exigua que sea, el problema estriba en saber si tratamos con profesionales o con diletantes. Lo que le otorga autoridad moral al funcionario es eficiencia, garantizada por su capacidad profesional. “La administración burocrática – dice Weber – significa dominio gracias al saber” ¿Qué sabe el funcionario? Sabe como funcionamos los mecanismos administrativos, cuáles son las vías de acceso a las instancias superiores, qué dicen esos manuales de instrucción burocrática que son los reglamentos. Es la posesión de esos saberes y la tendencia a monopolizarlos lo que hizo decir a Marx que la fuerza de la burocracia radica en el misterio. El burócrata sabe lo que nosotros ignoramos y sin embargo necesitaríamos conocer para poder orientarnos en los laberintos de las oficinas y otras encrucijadas de la vida moderna. Hay en los orígenes de la burocracia un propósito de organización y racionalidad que no daría motivos de queja si no fuera llevado tan a menudo a los extremos, como ocurre cuando se intenta comprimir la inapresable multiplicidad de la vida en una serie de códigos, reglas y normas inflexibles. Es entonces cuando la racionalidad se hace irracional y amenaza convertirnos, como decía Thoreau, en instrumentos de nuestro propio instrumento. Lo que me interesa subrayar es que no todo el que se trabaja ante un buró es un burócrata. Hace más de siglo y medio Francia legó la mundo esa palabra, que en principio designaba al simple empleado de oficina. No sé si los franceses establecen clara diferencia semántica entre burócrata y oficinista, pero en cualquier caso debe tenerse este en cuenta: lo que caracteriza al burócrata no es tanto su actividad – el lugar que ocupa en la cadena de producción y los servicios – como su mentalidad. Para ser un burócrata hay que tener una mentalidad burocrática. Obsérvese que el primer gran burócrata que aparece en La muerte de un burócrata no está en una oficina ni manipula documentos. Es el orador que, en el cementerio, despide el duelo del obrero ejemplar. Su panegírico es una verdadera joya del kitsch y el pensamiento burocrático.

2

El joven Alea – Titón – descubrió su definitiva vocación de cineasta cuando, en 1950, se agenció una camarita de 8 mm y decidió filmar, con la ayuda de su compañero Néstor Almendros – recién llegado de España – y de varios profesionales, un corto de diez minutos basado en el cuento de Kafka “Una confusión cotidiana”. Es curioso: ambos evaluarán el texto años después con la óptica de sus respectivos intereses profesionales. Almendros dirá que era “una idea muy buena para aprender montaje, hecha de entradas y salidas constantes del cuadro, con acciones paralelas”.

Alea, por su parte, lo descubrirá como “una especie de comedia (…) en la que se jugaba con el absurdo cotidiano”. Uno se siente tentado a decir que se escogió ese texto como base del guión fue porque se percibía en él los ingredientes de esa estética orientada hacia el humor negro y la sátira. Lo cierto es que aquellos jóvenes jugaban a hacer cine porque el verdadero cine – el europeo, el norteamericano – estaba fuera de su alcance. Casi todas las ideas que se le ocurrían – recuerda Almendros – eran simples “delirios adolescentes de grandeza”.

como si quisiéramos hacer en 8 mm Gone with the Wind con vestuarios y decorados, pero sin presupuesto. (…) en lugar de contar cosas simples sobre lo que nos rodeaba, sobre la realidad cotidiana de una isla del trópico como Cuba, lo que nos interesaba era el lejano y pálido reflejo del mundo artístico europeo. Estábamos intelectualmente colonizados.

El antídoto vendría también de Europa, con le aura de un cine desafiante, capaz de contar “cosas simples sobre la realidad cotidiana” como había logrado hacerlo Vittorio de Sica, Zavattini y otros adelantados del neorrealismo italiano. A Titón y a Julio García Espinoza les bastó ver “Ladrón de bicicletas” para darse cuenta de que eso era exactamente lo que querían hacer: un cine descarnado, testimonial, barato, con actores profesionales. Fue una doble toma de conciencia, porque además, si alguna vez iban a hacer cine, ése era el único tipo de cine que parece viable. Convencieron a sus padres para que les pagara el viaje a roma e ingresaron en el Centro Sperimentale dí Cinematografia. Allí, como ganancia adicional, descubrieron el marxismo y a Bertold Bretch. Al regresar a La Habana en 1953 – recuerda García Espinosa -,

con la aureola que teníamos de grandes sabios por haber recién llegado a Europa, dábamos charlas, conferencias, mesas redondas; hacíamos debates, escribíamos artículos. Todo para divulgar las ideas del neorrealismo. Pero (…) al año de estar dando charlas, nos cansamos de tanta teoría. Así fue como empezó a surgir la idea de hacer una película.

Esa película fue el medio-metraje El Mégano, documental en 16 mm dirigido por García Espinosa con la ayuda de Alea y un equipo que incluía a Alfredo Guevara. Corría el año d1955. Filmado en una ciénaga situada al sur de La Habana, durante varios fines de semana sucesivos, con los carboneros de la zona como actores, dentro de la más estricta ortodoxia neorrealista, el documental apenas pudo exhibirse: fue secuestrado de inmediato por la policía del régimen del dictador Batista, que lo consideró subversivo. Tres años después en enero de 1959, con el triunfo de la Revolución, el mundo, que estaba al revés – como dice García Espinosa -, se puso al derecho: “¡Al fin íbamos a hacer cine!” Hacer cine de verdad, quiere decir, en el marco de una verdadera industria. Alfredo Guevara, él y Titón fundarían en marzo de 1959, con otros colegas y amigos, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, conocido por ICAIC. Durante los veintitrés años siguientes el ICAIC estaría presidido por Guevara.

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Creo que ese sucinto anecdotario contiene algunos de elementos que contribuían a formar la base ideológica, estética e incluso organizativa del nuevo cine cubano. Se trataba de asumir al mismo tiempo múltiples y muy disímiles tareas: crear una empresa industrial comprometida con la insólita misión de promover un movimiento artístico; contribuir al proceso recién iniciado de transformación social mediante la descolonización de las pantallas; aportar los elementos necesarios para la afirmación de la identidad nacional y cultural; establecer una comunicación eficaz y enriquecedora con el público. Después de expulsar del templo a los mercaderes, fundadores de “la escuela de la mediocridad y el melodrama ridículo” – como diría Guevara – había que combatir en la práctica el más arraigado de sus axiomas, según el cual el cine artístico no era rentable y por tanto el cine que quisiera ser rentable no debía aspirar a ser artístico”. Aludiendo al viejo cine cubano, sobre todo el de los años cincuenta, Alea se preguntaba irónicamente cómo era posible que películas hechas con estrictos criterios comerciales fueran también fracasos absolutos desde el punto de vista comercial. Para él, convencido de que el cine es ante todo espectáculo, pero espectáculo de calidad, el problema debía estar en otra parte, vinculado tal vez a la incultura y la falta de una sólida tradición cinematográfica. En el ICAIC esta carencia iba a ser subsanada buscando inspiración y modelos estéticos en las expresiones más logradas de la propia culturan nacional – la música, las artes plásticas – y en los clásicos del cine europeo y soviético, así como en el cine independiente norteamericano, en Kurosawa y en la Nueva Ola francesa, movimiento este último que resultaba atractivo por sus puntos de contacto con el neorrealismo (en cuanto a modos de producción) y por su actitud iconoclasta. El objetivo – tal como lo definió Guevara en 1960 – era hacer un cine artístico, nacional, de buena factura, inconformista, barato y rentable. Repárese en la enumeración. Se diría que describe de antemano el cine de Alea, punto por punto.

En ese mismo momento Alea comenzaba a elaborar la fundamentación de un compromiso social que, desde su condición de cineasta revolucionario, tomaba como objetivo su público inmediato, ahora redescubierto como “pueblo”. A su juicio, una de las mayores conquistas de la Revolución era el haber creado de inmediato un clima de confianza, de transparencia: “Por primera vez se habla claro al pueblo – observo – y por primera vez éste tiene todas las facilidades para llegar a comprender el fondo de sus problemas”. En este contexto, el cine podría ofrecer al espectador la posibilidad  de desarrollar más aún “su propia conciencia”. Lo que no parecía tan claro era de qué modo y por qué medios – descartada de antemano la propaganda – iba el cine a cumplir esa función. Uno de ellos  podía ser el rescate de la memoria histórica plasmado con los recursos de la épica. Fue, de hecho, el camino que Alea recorrió con su primer largometraje – Historias de la Revolución, de 1960 -, que un crítico como Michel Capdenac, Les Lettes Francaises, describió generosamente como una obra admirable cuyo mérito principal era su orientación dramática, el énfasis que ponía en el ser humano “en tanto que individuo con la colectividad, con la historia” alea estaba dispuesto a seguir incursionando en el pasado inmediato, ahora con la adaptación de una exitosa novela cuyo asunto era la lucha insurreccional contra Batista en la ciudad de Santiago de cuba. Pero sintió de pronto la necesidad de sumergirse en la más perentoria actualidad y pensó que para eso le vendría como anillo al dedo una novela satírica soviética que había leído años atrás: La aventura de las doce sillas, de Ilya Ilí y Evgueni Petrov, divertida historia que además de cumplir con todos los requisitos del género tenía: “una intención desmistificadora y crítica” no ajena a la realidad cubana del momento. El resultado de la adaptación – en la que participó el dramaturgo uruguayo Ugo Ulive – fue Las doce sillas, estrenada en 1962 con un éxito de crítica y de público que contribuyó a legitimar la comedia, como género, en el contexto del naciente cine cubano. El filme, visto retrospectivamente, queda como un jocoso ejercicio de fluidez narrativa con el que Alea parecía estar preparándose para empeños mayores, como el que sin duda representaría el proyecto de La muerte de un burócrata, cuatro años después.

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Más de una vez, los cineastas y los críticos han seleccionado La muerte de un burócrata (1966), como una de las películas más significativas del cine cubano. En las dos últimas encuestas sobre el tema, realizadas a una distancia de casi diez años entre ambas, el filme ocupó uno de los primeros lugares. El tercero en 1989 y el sexto en 1998. Basta volver a ver La muerte de un burócrata, ahora con la leve extrañeza que produce el blanco-y-negro, para entender las razones por las que se ha convertido en un clásico. Las más importantes, estrechamente vinculadas entre sí, son su vigencia temática, su despiadado sentido de humor y la solidez de su factura, tanto desde el punto de vista técnico como artístico.

Como intelectual y revolucionario alea sólo puede ser entendido dentro del espacio ideológico de la modernidad. Entiéndase de la modernidad periférica – es decir, la que corresponde a sociedades que han recibido el legado intelectual del Iluminismo y las herramientas discursivas y técnicas propias de la modernización, pero sólo hasta cierto punto y como injertos nunca bien asimilados por el organismo social. En esas circunstancias la modernidad se vive como suplicio de tántalo – una frustración permanente. Piénsese, por ejemplo - para situarnos en los dos extremos del esquema comunicacional clásico – en el emisor y el receptor de un posible mensaje fílmico: lo más probable es que el primero se vea impedido de formularlo, por falta de recursos y canales, o que el segundo no pueda acceder a él por razones culturales o económicas. Para Alea, aquella sociedad emergente en la que al fin podría hacer cine debía estar basada en la razón y en una ética de la solidaridad. ¿Cómo contribuir al logro de ese objetivo? El presente estaba inficionado de viejos males; los muertos, diría Marx, pesaba como un alosa sobre la conciencia de los vivos. Para el artista revolucionario, la única opción legítima era la crítica a esos “rezagos del pasado” que se consideraban puras excrecencias de la mentalidad pequeño burguesa. Esta última idea tenía una larga historia dentro de la tradición marxista: ya en los años treinta del pasado siglo Balázs había expresado la sospecha de que el cine comercial estaba dirigido básicamente al público pequeñoburgués, porque la pequeña burguesía, por carecer de conciencia de clase, por ser egoísta y apolítica, recibía gozosa y pasivamente el kitsch y otros productos de la cultura de masas. Además, era una clase sumamente maleable, con una asombrosa capacidad de simulación y adaptación. Fue lo que denunció Maiakovski en su famoso poema satírico “De la canalla”, cuyo escenario es la casa de un pequeño burgués en la flamante Unión Soviética. En la pared de la sala cuelga u retrato de Marx paseando la vista por la sala, inquieto, y de pronto, sin poder contenerse, grita: “¡Retuérzale el cuello al canario, para que no derrote al comunismo!” Las clases en el poder han cambiado, los principios rectores de la sociedad son distintos, el discurso público responde a otra retórica y otros intereses, la dinámica social ya no es la misma, pero el pequeño burgués no se da por aludido. El burócrata – quizás sean la misma persona -, tampoco.  Alea no tardó en dar se cuenta. Intentando resolver ciertos problemas domésticos, comenzó a chocar con la desidia burocrática, lo que le generaba estados de violencia que constantemente se veía obligado a reprimir. En el momento tenía dos proyectos entre manos: un filme policíaco y luego lo que sería Una pelea cubana contra los demonios. Pero de pronto, en el camino de Damasco que conducía a las oficinas, tuvo “una iluminación”: filmaría una sátira sobre la burocracia. La simple decisión produjo el efecto terapéutico de una catarsis. “Continuaba mis trámites domésticos, iba a determinada oficina, me enfrentaba a empleados burócratas y perdía mucho tiempo, pero de alguna manera me enriquecía: llevaba una libretita de apuntes donde anotaba situaciones, comportamientos, datos”.

Sería ocioso preguntarse, como ya lo hizo Weber en su momento, quien domina el aparato burocrático, a quién sirven los burócratas en definitiva. El gremio – puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en que opera – goza de un nivel tal de autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, quién domina el aparato burocrático, a quien sirven los burócratas en definitiva. El gremio – puesto que es imprescindible, con independencia del sistema socioeconómico en que opera – gozar de un nivel tal de autonomía que le permite servir únicamente a los intereses gremiales, entre los cuales está su propia capacidad de reproducción. Como depositario del Secreto y sus inalterables ritos, el burócrata sólo le  debe fidelidad al Reglamento y a sus superiores jerárquicos, igualmente celoso de su misión. Lo que no está reglamentado – es decir, el azar, la realidad nuestra de cada día – no le incumbe en absoluto. En La muerte de un burócrata, Juanchín, el Sobrino (Salvador Wood), colocado ante los sucesivos dilemas del carné laboral y la segunda inhumación del cadáver del Tío, puede mascullar tantas veces como quiera que debe haber una solución. La hay, en efecto, pero provisional: siempre remite a otro problema. De la mesa 12 a la 20 y de ahí a la 46 y vuelta a la 12. Es lo que se llama peloteo. En medio de ese forcejeo desigual entre el Reglamento y el sentido común, ante la desesperación impotente de sus víctimas, el burócrata como el demiurgo de Joyce – y disculpen el símil – se las arregla para permanecer impávido, distante, como si con él no fuera, “limpiándose las uñas”. De ahí que con tanta frecuencia – lo estamos viendo – haya sido blanco del único medio con que cuentan sus víctimas para vengarse: la burla. O dicho en cubano: el choteo.

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Tal como lo definió Mañach, en un famoso ensayo de 1928, el choteo es la tendencia de “no tomar nada en serio” y, en el fondo, un gesto de rechazo hacia toda manifestación de autoridad. Considerado durante mucho tiempo uno de los rasgos característicos de la idiosincrasia criolla, revela el sentido del ridículo que tienen el cubano respecto a todo lo que huele a solemnidad, rigidez o exhibición de falsas jerarquías sociales. Tal vez la risa no sea una actividad privativa del hombre, como suele creerse, pero la burla, en opinión de  Mañach, sí lo es. Y el choteo es justamente esa “superior perspicacia” que permite burlarse de las jerarquías, descubrir “lo cómico en lo autoritario”. En otras palabras, es la antípoda de lo burocrático, puesto que la burocracia supone una exacerbación del Orden – entendido como sacralización de la horma – mientras que el choteo implica todo lo contrario. Hay que tener en cuenta que es también un ingrediente del teatro vernáculo – heredero de la comedia de costumbres -, en el que la burla se reparte por todas las clases sociales y se recubre con fuertes brochazos de color local. Este lado pintoresco del asunto lo encarnan siempre figuras estereotipadas que en el caso de Cuba eran invariablemente el Gallego, el Negrito y la Mulata, encarnación alegórica del componente étnico y cultural de la nacionalidad. La vena humorística de Alea se insertó prácticamente cuando, a fines de los años cincuenta, empezó a trabajar en Cine-Revista, empresa mexicana establecida en Cuba bajo el patrocinio de una agencia publicitaria. Producía un corto semanal de diez minutos de duración que alternaba la publicidad con pequeños reportajes sketches humorísticos (breves coloquios cuyos orígenes se remontan a los pasos y entremeses del teatro clásico español. Cine-Revista fue una experiencia insustituible en la etapa de formación del cineasta a la otra corriente – la comedia satírica soviética -, Alea se acercó movido por la curiosidad y las afinidades ideológicas – recuérdese su temprana lectura de Ilf y Petrov – y luego por circunstancias, que lo llevaron a plantearse cuál podía ser el papel del humor en una sociedad distinta, empeñada en construir el socialismo.

Con la adopción del realismo socialista como estética oficial, el arte y la literatura soviéticos se habían acartonado, por decirlo así, bajo el peso de tres agobiantes teorías que le cayeron encima como otras tantas lápidas: la del héroe positivo, la del típico-promedio y la de la ausencia de conflicto. En Cuba ese fantasma se había exorcizado gracias al categórico rechazo de los escritores y artistas y a la contribución teórica del Che, que atribuyó su esquematismo a la incapacidad de los promotores de cultura para encarar el complejo problema de la función educativa del arte. “Se busca entonces la simplificación – señaló -, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios”. Alea, por su parte, consideraba que el realismo socialista era la quinta esencia del pensamiento burocrático levado al terreno de la estética, idea que se reitera en la película mediante la abrumadora referencia, tanto anecdótica como puramente iconográfica, a uno de los símbolos del arte proletario: el brazo musculoso con el puño en alto. Suprema ironía. En uno de los carteles propagandísticos dicho puño cae sobre la cabeza de un minúsculo oficinista aplastándolo como un insecto contra su propio escritorio, un modo de reforzar gráficamente la campaña que se lleva a cabo bajo la ilusoria consigna de MUERTE A LA BUROCRACIA. Dicha campaña, por cierto, incluye desfile de carrozas donde una modelo escultural, en paños menores, blandirá una mandarria con la que sin duda aplastará a los boquiabiertos espectadores, aunque se propósito, según explica el organizador, es “asestarle un golpe al cadáver burocrático cada vez que intente levantar la cabeza”. Es el choteo en estado puro, que suele denominarse relajo cuando tiende a abarcarlo todo o incluye referencias eróticas o procaces. En la misma dirección apunta el voyeurismo de los burócratas con respecto a sus distraídas y provocadoras empleadas. Hay en todo ello una crítica benévola, por decirlo así, que no llega nunca al sarcasmo y que tal vez explique por qué el humor de Alea ha sido calificado de “apolíneo” – en contraste, por ejemplo, con el de su maestro Buñuel – y por qué también los burócratas disfrutan la película, lo que la principio desconcertó e irritó a Alea. En el espacio cultural cubano son sin duda los elementos de choteo los que hacen fácilmente digerible la crítica, porque el choteo contiene – digámoslo así – sustancias corrosivas pero también antiácidas. Si sólo se toman en cuenta las primeras – y fuera de contexto, además – puede producirse situaciones tan absurdas como las que dieron origen a la película. Absurdas y riesgosas, ya que no eran sólo los canarios los que podían derrotar al comunismo sino también los halcones, aquellos celosos guardianes de la doctrina – coetáneos de Maiakovski, por cierto en medio del torbellino revolucionario se hacían esta pregunta crucial: “¿Puede un miembro de la Juventud Comunista usar corbata?” Al ser estrenada, con un éxito sin precedentes en nuestra filmografía, La muerte de un burócrata provocó alarma en el reducido, pero influyente gremio de los dogmáticos criollos, secretos defensores del realismo socialista, quienes vieron en ella un repunte del viejo choteo que, con el triunfo de la Revolución, parecía haberse erradicado de la psicología nacional. Lo que se criticaba era la doble falta de respeto: hacia la autoridad revolucionaria – representada por un vapuleado Policía en la riña tumultuaria – y hacia la memoria de José Martí, Apóstol de la independencia de Cuba. Pero bastaba observar la facha del susodicho Policía – con todas las trazas de ser un pobre diablo – para percatarse que su figura difícilmente podía tomarse como una alegoría de la Autoridad semejante a la de aquellos colosos de las comedias de Chaplin con sus siete pies de de estatura y sus impecables uniformes cuidadosamente abotonados. Aquí el policía solo logra imponer la autoridad cuando sopla enérgicamente su silbato y paraliza a la multitud – una breve pausa antes de que la trifulca se reanude. El pobre personaje no tiene suerte: tropieza con puertas de automóviles que se abren de pronto, recibe golpes producidos por todo tipo de artefactos volantes…; sólo le falta, en fin, el pastel de crema en la cara. Porque en efecto, como observa agudamente Chanan en The Cuban Image, el país donde ocurren los hechos es un espacio imaginario en el que se entrecruzan alegremente dos territorios la Cuba revolucionaria y el de la comedia jolivudense.* Los dogmas nada tienen que hacer ahí, salvo exponerse al cauterio de la sátira. Es lo que se ilustra de entrada con la despedida del duelo, donde nos enteramos de que el difunto Francisco J. Pérez (Paco) no era sólo Obrero Ejemplar, “un proletario en toda la extensión de la palabra”, sino también el inventor de un complejo artefacto capaz de satisfacer la creciente demanda de bustos de Martí destinado a los “rincones martinianos” (pequeños espacios en los que se le rinde homenaje al Héroe Nacional en escuelas, fábricas y lugares públicos). De hecho, Paco se proponía lograr la democratización del patriotismo: “Que cada familia cubana – como dice su panegirista tuviera un rincón patriótico en su casa”. A la acusación de burla y sacrilegio respondió un crítico cinematográfico – como ya lo había hecho el propio Alea – argumentando que la secuencia de la máquina productora de bustos no era sólo una regocijante parodia de Tiempos modernos, de Chaplin, sino además una valiente denuncia “… la máquina de hacer bustos martinianos es una sátira a los que, a fuerza de mecanismos, se alejan del pensamiento de los grandes hombres y los convierten en símbolos huecos. Lo martiano no es el busto repetido, sino rescatar al Apóstol de una mistificación absurda”.

De pronto caemos en la cuenta de que las buenas intenciones de Francisco J. Pérez, el Obrero Ejemplar, estaban permeadas por fuertes tendencias burocráticas – es decir, mecánicas – y fueron ellas, en realidad, las que pusieron en marcha un dispositivo del absurdo. Si lo que un personaje tiene de cómico, como dice Bergson, es todo aquello que lo lleva a repetirse de manera automática y que por tanto puede ser imitado y convertido en motivo de burla, entonces Paco era un tipo intrínsecamente risible. Pero al ser tomado en serio por su dedicación y su entusiasmo, generaba en torno de sí un clima altamente contaminado de kitch, lo que explica la conmovedora y desafortunada iniciativa de sus compañeros.

Tanto Alea como sus críticos han señalado el cúmulo de referencias temáticas y visuales que atraviesan el filme de un extremo al otro – lo que antes se llamaba influencias, pastiches, parodias, y ahora se denominan citas, homenajes, referencias intertextuales -, todo un arsenal de recursos expresivos codificado por Chaplin, Keaton, Lloyd, Laurel y Ardí, en suma, la comedia silvestre norteamericana que alea y sus pragmáticos guionistas (Alfredo de Cueto y Ramón F. Suárez) no tuvieron reparos en saquear. Pero creo que nadie ha señalado un rarísimo instante autoreflexivo en que el director parece citarse irónicamente a sí mismo en boca del protagonista (o más bien, del actor) como si de pronto éste hubiera tomado conciencia de las delirantes peripecias en las que se ha visto involucrado. En el comedor de la casa familiar, donde la Tía (Silvia Plana) acopia hielo para la conservación del cadáver, Juanchín – disfrutando por primera vez de un momento de calma, después de otra jornada de gestiones infructuosas – se sirve un vaso de ron, le echa un trocito de hielo – detalle que para la tía no pasa inadvertido – y, mientras espera que el trago se enfríe, sonríe divertido, como si recordara una travesura. “¿Quién sería el de la idea de enterrar el tío Paco con el carné laboral? – murmura -. ¿A quién se le ocurriría eso? Tengo la sospecha de que se trata de un guiño cómplice que Alea le hace al espectador, porque la curiosa pregunta pudiera traducirse por esta otra: “¿A quién se le habrá ocurrido la locura de hacer esta película?”.

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La muerte de un burócrata  está estructurada sobre un patrón muy simple, el de la comedia de enredos, donde un primer obstáculo parece hallar una solución que enseguida conduce a un segundo obstáculo, etc. de ahí que resulta fácil insertar las citas sin romper con la coherencia narrativa, porque, como observa el propio Alea, el estilo del filme radica en su diversidad. A esa dialéctica de la unidad en lo diverso parece responder la filosofía y la estética del filme; por una parte, los dos ejes temáticos anunciados en el título – la Muerte como trámite burocrático, el Burocratismo como expresión de un pensamiento momificado -, y por otra, los elementos de humor negro  y de ambientación representados, unos, por el cadáver del Tío, y los otros, por los acrónimos y las consignas. De hecho, la densidad semántica de la película se debe, en gran medida a la acumulación de detalles relacionados con esos elementos. Si no recuerdo mal, el único momento del filme donde el fallecimiento del Tío remite a una duda metafísica – a lo que pudiéramos llamar “el tema de la muerte” – se da cuando el Sobrino lleva por primera vez el cadáver a la casa y la Tía, sin saberlo, creyendo que todo ha terminado, da rienda suelta a su dolor: ¡Ay, Paco! – exclama -, ¿dónde estarás ahora? La respuesta llegad desde el jardín, donde los perros callejeros, hambrientos, ladran en torno a un ataúd. La mezcla de humor negro y choteo produce equívocos visuales como el del niño que, confundiendo las velas del féretro con velas de cumpleaños, rompe a cantar “Happy birthday to you”, y el del Sobrino que, al ver a la Tía alzar un hacha sobre su cabeza, cree que está a punto de descargarla sobre el cadáver, enloquecida, cuando lo que ella está haciendo es picar hielo para congelarlo. Las auras tiñosas sobrevuelan en círculo la casa

Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayazo, 1932) es autor de varios estudios monográficos (El libro en Cuba, 1994; Carpentier o la ética de la escritura, 2006); compilador y prologuista de Cine, literatura y sociedad, 1982; Alea: una retrospectiva crítica, 1987); y guionista de filmes como Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). En el año 2000 recibió el Premio Nacional de Edición. Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua.

LAS TRAMPAS DEL OFICIO
Apuntes sobre cine y sociedad
Ambrosio Fornet, 2007

Instituto Cubano del arte y la industria cinematográfica (ICAIC)
Instituto Cubano del libro
Editorial José Martí
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miércoles, 17 de junio de 2015

Hasta el final camina el canto

Santiago Montobbio en la mítica colección El bardo

Javier Sancho Más

– Que una editorial y colección de poesía cumpla medio siglo ya es una noticia poética. Fundada por José Batlló en 1964, la colección El Bardo, de la editorial Libros de la frontera, supone una proyecto casi mítico que en tiempos de la dictadura franquista permitió conocer a poetas de la talla de Pere Gimferrer o Celso Emilio Ferreiro, y donde también publicaron Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya, Ángel González o Manuel Vázquez Montalbán.


Santiago Montobbio
Ahora en su nueva etapa, otros poetas más jóvenes se incluyen con una obra de una consistencia probada. Es el caso de Santiago Montobbio, que acaba de publicar Hasta el final camina el canto, el tercer volumen de una tetralogía acogida por El bardo, precedida por La poesía es un fondo de agua marina, y Los soles por las noches esparcidos. Los cuatro volúmenes contarán íntegramente con los 942 poemas que escribió el autor durante el año 2009. Una explosión poética, que Montobbio cataloga de “cosecha”. Es costumbre del autor titular sus libros con versos propios aparecidos anteriormente, un concepto de un todo fluir que es su poesía y se nota también en su lectura. El mismo autor dice que “un título encierra una verdad, o puede y debe encerrarla”.
En estos tres volúmenes ya se han publicado la suma de 696 poemas de los que escribió Montobbio en aquel año tan fértil. El volumen que cerrará la colección contendrá el resto hasta el poema 942.
Santiago Montobbio se dio a conocer por dos obras de impacto: Hospital de inocentes y El anarquista de las bengalas, con una gran aceptación crítica y elogios de autores como Onetti o Cela. Se trata de una primera época muy honda, y también más pesimista, algo que el poeta resume sin ningún tipo de exageración:
“Yo no escribí para publicar, sino para salvarme. Lo digo y es verdad. Yo no estaría vivo si no hubiera escrito esos primeros poemas. Es sencillamente así: la poesía nos salva, y sería de esperar que ayude no sólo a quien la escribe sino también a quien la lee. Eran tan íntimos esos versos que publicarlos no los viví como un éxito, sino como un desgarro”.
Catalán de nacimiento, escribe en español. Ha sido traducido a varios idiomas, especialmente al francés y al italiano. Es evidente que cuando Montobbio escribe, lo hace en cascada y huyendo de la poesía académica. Capaz de 15 poemas en un día, o de 20 años sin un solo verso. También es profesor de Filología en las universidades de la UNED y ESADE.
En esta nueva entrega de poemas, se ha perdido ya la negrura que rodeaba a sus primeras obras. Las lecturas de Jorge Guillén, de quien el poeta es un devoto, marcan su celebración de la vida, que ahora se manifiesta con más plenitud.

Y queda la música.
Poemas de Montobbio musicalizados por Ofilio Picón.

El compositor y cantautor nicaragüense Ofilio Picón ha musicalizado unos 12 poemas de Montobbio. Sólo falta que una casa editorial se anime a publicarlo en formato libro o cd para gozarlo. Picón atesora ya una amplia experiencia en la poesía musicalizada, como ha demostrado con un toque personalísimo tanto en la composición como en la voz, con obras de autores indispensables en la poesía iberoamericana como Claribel Alegría.

Muestra poética

Aquí una muestra de algunos poemas de Hasta el final camina el canto.
441
TENGO LA NOCHE ENTRE LAS MANOS.
Tiembla el tiempo. Adentro es donde
la tierra del arte cual misterio
germina y se realiza. Tiembla
el tiempo y también yo tiemblo.
Dime qué sentido tiene
que yo aún te espere. Te espero.
Tiemblo, quiero. Y soy náufrago y desierto
y selva de silencio y noche hosca
en los que mientras se entrelazan me anego.
No sé dónde estás, pero sí
que yo todo lo pierdo. Es
una forma terrible de querer
este quererte, quererte de este modo, o de que en el amor así
en mí se cumpla. Náufrago y desierto
en que te quiero y te pierdo y me anego,
al final de un día que para la luz no ha nacido.
ADIÓS SE DIBUJA SOBRE OLVIDO: SON, YA SE VE,
los pobres motivos en que me pierdo y me confundo.
Y me construyo y en ellos y también
como adiós y como olvido
desde una profunda soledad me digo.
Desde una luz oscura y una
desgarradura íntima. Desde una
última tierra
que ya nadie cruzara, en un
perdido sendero
que atraviesa un campo
que sólo conoce la lluvia.
Allí al final de la soledad me llego,
al final de nada o de mí mismo, con adiós
y con olvido, con silencio herido por el que navego
como barco último que no puede atracar en ningún puerto.
Así te quiero y así te espero. Así te busco
y me dibujo. Con adiós y olvido,
en la tierra sola de la soledad más última,
sobre su ignorada lluvia en la que lluevo
perdido y solo, roto, entero lluevo cada día
sobre tu sueño perseguido y el campo sin caminos
y el barco que soy y que no atraca, así
sobre todo yo soy pájaro herido y lluevo
como agua que la nada lava y que no mancha.
Quizá Dios ha escogido que para mí
sea ésta la forma en que me salva.
513
OLVIDO, TRABAJO, COMO DEL POEMA ANTERIOR
era el motivo. Y canto y me extingo
en las palabras y el alma
se hace astillas. Porque a veces
el canto a nada nos conduce.
A sombra, a hiena, a risa falsa
que no canta, sólo simula palabras
que en realidad el corazón no alcanzan.
Un río de sombra fluye de mis dedos
mientras escribo o garabateo. A veces,
digo, así sucede. A veces el arte
es sólo simulacro y ya no patria.
Y no hemos de caer en una manera
que a la conciencia no responda, que de ella
final no brote. Descanse la mano
y duerman las palabras. El arte
ha de ser patria.
535
UNA SEMANA Y CIEN POEMAS MÁS O MENOS. CÓMO
vuelven las palabras, cómo asaltan
en este agosto en que celebro
el estar vivo, tras la daga
de la sombra
de la herida
que esa vida amenazaba. Cien poemas
como signo de los días, como símbolo
exacto de la vida. Las palabras se despliegan
y después del silencio estallan, son semillas
que en el corazón germinan
en cualquier temporada, cuando
la necesidad las hace
vibrar de nuevo, ser aire
en que el alma respira. Un verano
lleno de palabras no es un mal destino.
Es un milagro el estar vivo, un hechizo,
y en ese misterio me salvo y me palpo,
el alma alcanzo, y soy río
de palabras y las aguas
que navegan mientras canto.
594
ME OLVIDO DEL MOTIVO DE ESTAR VIVO.
Lo tengo entre las manos, y dice
que el destino es un niño y bate
poemas en la sombra. Acompaña
a una guitarra. La noche
es fresca y honda. Para alguien
ha de tener sentido aún la espera.
Pero no ya para mi amor, que ha vuelto
fuego seco tu distancia, la sola
lejanía que me has dado.
(Me he muerto varias veces, en cada abrazo
que sólo el olvido y el silencio han estrechado).
596
UNA MUJER SIEMPRE ESTÁ ORGULLOSA DE SU PADRE, LEÍ
en una novela de Virginia Woolf. Pensé que era una verdad
que yo también había observado. Y a veces
no es para tanto. Pero parece que sigue siendo el héroe que era
cuando niñas, y continúa aún como leyenda.
La literatura nos trae una verdad de la vida.
Una observación aguda, una mirada penetrante,
única. Un destello sobre el alma
y también sobre las cosas. Recuerdo el de Virgina Woolf
entre los pinos y empiezo
otro día del verano. Quizá
sea una curiosa manera de acompañar el desayuno
y terminar de despertarse.
649
EN CADA VERSO PIERDO EL MUNDO,
porque en él no te abrazo y no te encuentro,
sólo estrecho huidizas sombras
que no te nombran, que nunca traen
recuerdo o labio y nada son, porque a ti
no me acercan, y se marcha y son sólo
huellas que en el papel cifran tu ausencia.
En el papel no te nombro ni recuerdo:
así lo intento, pero no lo logro, porque las palabras
crean aun otra distancia, un muro
en que la soledad jamás te abraza.
En cada verso, en cada poema
pierdo el mundo. Porque no te encuentro.
665
SOY EL MIEDO DE UN LABIO EN QUE TE ESPERO.
El silencio en que te vivo, el viento
en que me muero y que como
en las hojas que alborota
tu recuerdo extiendo. Un callado
firmamento pueblo por adentro. De hechizos
o misterios está lleno, en tu abrazo
perdido en el que también vivo. Como en el silencio,
en el miedo y en el labio, en el viento
en que te esparzo y en que vivo, y además de vivir
tiemblo, y en ese
temblor te espero, silencio
y viento.
Javier Sancho Más
(Andalucía, España). Comparte la nacionalidad de alma, corazón y vida con Nicaragua. Estudió Filología, y tiene un Postgrado de Pedagogía, Periodismo y Máster en Derecho Internacional. Ha sido profesor universitario y de secundaria en Periodismo, Literatura e Idiomas. Ha colaborado y editado en diversos medios de comunicación de España y América Latina desde los 16 años: ABC, La Jornada, El País, El Nuevo Diario, Babelia,Carátula, El Mundo. Ha coordinado el proyectoTestigos del Horror, una serie de reportajes con novelistas para El País Semanal de España que le ha llevado por países como Yemen, Cachemira, Congo, Bangladesh, Colombia o Haití, durante año y medio para entrar en contacto y contar el sufrimiento de muchas personas en contextos olvidados. Es columnista sabatino de Confidencial y miembro del Centro Nicaragüense de Escritores. Primer editor de Carátula, actualmente forma parte de su Consejo editorial.