Consuelo
Triviño, reeditada,
en una novela, la célebre, vida y obra del autor colombiano.
en una novela, la célebre, vida y obra del autor colombiano.
Vargas
Vila, señor de rayos y leones,
callado
y solitario recorre las ciudades,
y
ninguno alimenta rebaño de ilusiones,
como
este luminoso pastor de tempestades.
Rubén Darío
Por Harold Alvarado Tenorio
Que yo sepa, solo una
losa de piedra, sobre una de las paredes de la fachada de una casa sita en la
carrera 2a. número 12-14 de La Candelaria, lo recuerda: “Aquí nació, el 23 de
junio de 1860, José María Vargas Vila, autor de Aura o las violetas”.
Sus restos, si es que
existen, viven en la indiferencia de una cárcava del Cementerio Central, que
habrán ido a parar quién sabe dónde, entre los huesos desplazados por las
políticas urbanísticas recientes, que vaciaron 18 mil sepulturas para levantar
un parque que emperifolla una estatua, hueca, renacentista y ecuestre, de
Fernando Botero. Fue, a pesar del desprecio y el olvido, el escritor colombiano
más leído y vendido del siglo pasado, y su gloria no desmerece de la de Gabriel
García Márquez, con quien más de una vez se ha contrastado. Al menos, fue tan
rico y famoso como el Nobel de 1982.
Murió en Barcelona en
1933, dejando a la posteridad cerca de cien libros, entre novelas, crónicas de
viajes, historia, panfletos o ensayos, y a su hijo adoptivo, sus mansiones
decimonónicas de París, Málaga, Sorrento, Madrid o Barcelona, donde con el más
preciso y obstinado aislamiento, cumpliendo horarios de oficinista y vistiendo
con exotismo se dedicó a combatir los gobiernos de Núñez, Holguines, Caro,
Sanclemente, Marroquín, Reyes, Concha, Suárez, Ospina y Abadía Méndez de la
‘república conservadora’ de Colombia, y a déspotas sudamericanos como Estrada
Cabrera, de Guatemala; Porfirio Díaz, de México, o Cipriano Castro, en
Venezuela, con una obra que se sigue vendiendo, en el más absoluto pero
galopante silencio e incluye joyas de la prosa modernista como Ibis, Ante los
bárbaros, Los césares de la decadencia, Los divinos y los humanos o Rubén
Darío.
“La influencia de un
escritor sobre su época marca, no los grados de su talento, sino los de su
virtud”, dijo. Y continúa: “El talento en un alma sin carácter es como la
hermosura en una mujer sin virtud; un elemento más de prostitución”.
Claudio de Alas
(1886-1918), el vate colombiano admirado por Borges que se quitó la vida en
Buenos Aires cuando tenía 32 años y lo conociera en Nueva York, en 1904, ha
dejado quizás el mejor retrato del Divino iracundo:
“Vestido de negro
azabache, era tan taciturno como la misma sombra. Sus largas e inquietantes
manos rebosantes de anillos de oro, lapislázuli y amatistas parecían talladas
en mármol para cincelar largas frases dignas de Hugo y D’Annunzio. Un camafeo
con una serpiente egipcia, obsequio del alejandrino Kavafis y el griego
Kappatos, hace las veces de un alfiler de Wilde sobre su corbata de seda
peinada. Un bastón de ébano con una cabeza de dragón chino, engastada en azules
de Ling y platinos de Mei, sirven de apoyo a su mano izquierda. Pálido y moreno,
un dedo sellaba sus labios indicando silencio, con los hirsutos cabellos más
negros que grises delatando una gran testa, amplios los temporales y vivas las
pupilas de halcón, dominadoras, semejantes al misterio que producen las olas de
la mar en noches de alta lujuria”.
Nacido en aquella pequeña
casa, en una de las riberas del río San Agustín, entre las viejas calles La
Gallera y Las Águilas tres años antes de la promulgación de la Constitución de
Rionegro, cuando la capital era apenas un pueblo frío, feo y fétido regido por
los treinta campanarios de sus iglesias coloniales, con las calles infestadas
de campesinos pobres y viejas mujeres viudas de las guerras civiles, seguidas
de borricos y perros famélicos, los años de juventud de Vargas Vila fueron los
del Olimpo Radical, cuando como periodista y agitador defendió los estados
federados de Mosquera, Murillo Toro y Parra, irreductibles partidarios de la
libertad de expresión, enseñanza, asociación y culto, cuyo contradictor, Rafael
Núñez, tras haber leído en Spencer, rompió con el radicalismo y optó por un
centralismo político y fiscal que llevó a la guerra civil de 1876-1878, cuando
militó con el general Santos Acosta y luego, como secretario del general Daniel
Hernández –quien perdiendo la vida y la guerra en la sangrienta batalla naval
de La Humareda permitió a Núñez declarar liquidada la Constitución de 1863 y
expedir la de 1886–, hubo que huir a los llanos del oriente y luego a
Venezuela, iniciando un exilio que duraría toda la vida.
Admirado y leído en
cantinas de barrio, barberías, costureros, fábricas, universidades, tabernas
portuarias, sastrerías y carnicerías, sus numerosos enemigos, intelectuales al
servicio de tiranos y autoritarios, lo llamaron bastardo, blasfemo,
desnaturalizado, disolvente, pernicioso, mientras propagaban la especie de que
vivía como un rey, era hermafrodita y homosexual, misógino, anarquista,
terrorista e impotente.
Lo cierto es que fue un
formidable defensor de la libertad con la palabra escrita. Nadie como él,
quizás con la excepción del granadino Isaac Muñoz [1881-1925], cuyos exotismo,
perversidad y lujuria de estilo le son equiparables, hizo que las ideas y las
maneras de ver el mundo de artistas y pensadores laicos ascendieran hasta las
voluntades de millares de intelectuales campesinos, jornaleros, analfabetos,
desposeídos y desocupados que aspiraban a ser tan libres como Jorge Amado,
Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Guillermo
Cabrera Infante, José Vasconcelos, Francisco Umbral, Ramón Gómez de la Serna,
Gabriel García Márquez, José Donoso, Jorge Zalamea o Ramón del Valle Inclán,
ese puñado de sus admiradores, que reconocieron que sin él y sin su prosa no
habrían existido.
Una prosa lírica cuya
eficacia no hay que buscar entre las sábanas, sino en su fluir subversivo
contra lo establecido, los discursos oficiales hegemónicos cuyos designios
nacionales se sustentan en nociones como la familia burguesa, las tutelas
morales de las iglesias y la centralización de los poderes que explotan, excluyen
y reprimen el cuerpo social y el individuo. Por eso Vargas Vila violenta la
ortografía, la sintaxis y la prosodia del español de Caro y Cuervo, abundando
en adjetivos, modificando el uso de mayúsculas, minúsculas, la puntuación,
salpimentando con hipérboles, galicismos, neologismos y metáforas sinestésicas
sus extensas ráfagas de fuego y hielo, citando al por mayor del latín y el
griego, cuando no del italiano, francés e inglés, lenguas que quizás no bien
conocía.
Que 153 años después de
haber nacido se publique una novela que indaga en los apuros de su alma en
lucha contra los día a día de su tiempo demuestra su vigencia. La semilla de la
ira, de Consuelo Triviño, con un preciosismo que perpetúa la prosa en primera
persona de José Fernández, el álter ego de José Asunción Silva en De sobremesa,
repasa los tormentos de la conciencia del asceta profano en varias de sus
residencias en la tierra, ofreciéndonos un retrato de su alma que no había
imaginado la crítica hasta hoy. La de un esteta consumado que hace de la
búsqueda de la libertad un instrumento para alcanzar eternidad con el arte de
las palabras, la más grande y destructora arma que ha inventado el hombre.
Una auténtica novela de
época, deliciosa en su ritmo lento y circular; una obra de arte tejida con
esmero a partir de las investigaciones que la novelista ha realizado durante
los más de veinte años que lleva viviendo en España, luego de que en Colombia
le fueran negadas la sal y el agua en varias de las universidades donde quiso
prestar su concurso. La prosa de Triviño es magistral e incisiva:
“He llegado a comprender
–dice Vargas Vila en La semilla de la ira– que a estas repúblicas las matan no
las doctrinas conservadoras sino los intereses, la ambición y la codicia que se
ocultan tras la fachada de la tradición y las buenas costumbres. La enfermedad
que corrompe el cuerpo social no es la miseria, sino el miedo. Cuando nadie se
atreve a decir la verdad y todos huyen al chocar contra ella, la sociedad se
lanza por un precipicio. En Colombia solo tienen cabida el bufón y el canto
adulador de los juglares al servicio de los tiranos de turno. Si por azar del
destino lleva hacia aquellas geografías a un hombre capaz de desvelar tanta
ignominia, todos le vuelven la espalda; los periodistas, pagados por los
poderosos, impiden que su verbo candente llegue hasta la multitud. Sin embargo
no hay nadie que no declare vivir esperando una revolución...”.
En una época como esta,
sometida al tira y afloja del pensamiento único que notifica una globalización
arbitraria cuyos señores son las grandes empresas de un capitalismo sin rostro
ni propósitos, doblegada por la corrupción, el lucro, el trapicheo y la discriminación;
donde nada ni nadie parece ya importar, solo el dinero y su plaza de mercado,
el panfleto parece el instrumento más idóneo para despertar al hombre del
letargo. Cada día, quienes orientan el mundo están más coléricos, más mordaces,
más emponzoñados contra los establecimientos y las ambiciones de los poderosos.
Cada día el arte y las literaturas, la música y el cine eligen la postura de un
alma como la de Vargas Vila en la novela de la señorita Triviño: un gran
silencio para gritar más fuerte contra los enemigos de la libertad.
HAROLD ALVARADO TENORIO
Especial para EL TIEMPO
Especial para EL TIEMPO
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